lunes, 28 de diciembre de 2009

Tolstói o Chéjov o Márai

Salí de la estación de trenes de Barrancas con toda mi intención volcada hacia la literatura. Cerdas de paz habían arrastrado mis pensamientos recurrentes y ese día, después de decenas de otros colmados de obsesiones exhibicionistas, podía concentrarme en cualquier otra cosa que no fuera yo. Y cuando esas horas de calma sobrevenían, sabía, había que aprovechar lo que duraran.

Era tarde y hacía mucho frío, de ese frío que genera dolor. Leía algún cuento de Tolstói, o de Bolaño, aunque también creo que pudo haberse tratado de algún relato corto de Chéjov. Como sea, tengo el registro perpetuo –aunque las almas libres tiendan a tomar distancia del hasta la muerte, yo, que también me considero un espíritu aventurado, encuentro placer en conocer la cicatriz imborrable de ciertas voces, de ciertos pensamientos, de ciertos amores, ¡qué libertad sería posible sin cadenas!-: de entre las páginas de ese libro salió una reflexión como lengua de bronce endurecido, capaz de torcer los rieles abrazados a las ondas de una montaña. Del mismo modo, aquella idea viró el curso de mi destino. O no.

Decía algo así como que todas las personas pasamos por algún episodio que presenta al menos dos posibilidades, del que depende el resto de nuestra vida. Tólstoi o Bolaño o Chejov –aunque tal vez pudo haber sido un pasaje de alguna novela Márai- contaba la historia de una mujer que fue al mercado y que en el camino de vuelta a su casa, cargada con bolsas llenas de botellas y cartones de leche, se cruzó con una anciana que le pidió asilo. La mujer, absorta en su rutina y ausente de la más mínima compasión, ignoró a la anciana y el ímpetu de hacer siempre lo mismo la llevó sin pensamiento alguno hasta su casa. Cuando abrió la puerta, se encontró a un hombre esperándola, acodado a la mesa de su cocina. El hombre estaba ahí para cobrarle un préstamo que la mujer ya había pagado, sin pedir recibo a cambio. El hombre amenazó con sacarle la casa y quitarle del banco los pocos ahorros que la mujer tenía. Cuando el prestamista cruzó el umbral, la mujer, abatida, desanduvo las cuadras que la llevaban hasta el mercado y, antes de llegar, se encontró con la anciana que todavía estaba ahí. La mujer le pidió disculpas por la forma en que la había ignorado antes e invitó a la anciana a quedarse en su casa, advirtiéndole sobre la posibilidad de que en pocos días más ambas quedaran en la calle. La anciana aceptó y murió esa misma noche. A la mañana siguiente, la mujer encontró entre su ropa una inmensa fortuna.

La historia de Tólstoi o Bolaño o Chéjov o Márai (aunque pudo perfectamente haber sido también un pasaje de En busca del tiempo perdido, de Proust) seguía con una moraleja que en mí no perpetuó como lo hizo la idea de retroceder en el camino. Bajé del colectivo 64 al que me había subido para ir hasta Palermo, y volví hasta la estación. El tren estaba demorado y me senté a esperar. Abrí azarosamente el libro -que también pudo haberse tratado de los diarios de Cheever-, y caí en una línea que me asaltó un suspiro. Decía algo así como que tenemos la cerradura de la realidad pasada, la psicológica, y otra karmática, de la que sólo unos pocos se animan a conseguir la combinación.

Me apoyé contra la ventana de la puerta del tren y me dispuse a contemplar a la gente que iba quedando atrás a medida que avanzaba. Sentí una mano sobre mi hombro y sin girar para ver quién era -porque ya sabía quién era- susurré que estaba echando tinta sobre mi destino, más por escucharme decirlo que para que él lo supiera. Simplemente dijo hola. Vi su cara huesuda, sus ojos nacarados, y lo vi sostener en su mano un cigarrillo con filtro que no se consumía. Era mi abuelo Angel. La suerte está conmigo, pensé. Y como si tuviera la potestad de entrar en mí, dijo que la suerte era la única pieza de arte de ésta vida. Claro, le contesté, como las estrellas que se asoman a éste infierno. Algo así, replicó.Le conté que estaba leyendo a uno de mis autores preferidos (pensándolo bien también pudo haber sido una reflexión de Flaubert), que me había ayudado a entender todo lo que necesitaba. El abuelo me miró sin gesto y al cabo de unos segundos que me hicieron dudar de mí, me preguntó cómo era posible que ya lo supiera. Le contesté que no sabía por qué, pero que quería pedírselo y antes de que me respondiera, me incliné sobre mis rodillas y le supliqué: Abuelo, lleváme lejos de éste cuerpo, lejos de éste infierno. Lo descubrí, abuelo. Descubrí que no somos la raza superior por el hecho de razonar. Es justamente al revés, justamente ese es nuestro castigo, la recurrencia del lamento, el imponderable. Veo a los hombres con tridentes en sus corbatas, a las mujeres las veo prenderse fuego cruzando ríos, las veo caer, las veo explotar entre las luces de neón; veo la sonrisa de los carteles luminosos, las alas de los que revuelven la basura, el aura de los perros y los gatos y de todos los animales. Los escucho hablar, abuelo. ¿Sabés lo que es eso?, escucho hablar a los perros y a los hombres los escucho aullar. El llanto ahogó mi voz y entre mis sollozos, sus notas sonaron como una ópera antigua o inexistente: Yo ya te traje hasta acá, ahora te toca llevarme a vos. Me reí con fuerza, desde el ano, y le pregunté a dónde podía llevar a un muerto. Todos lo notarían, abuelo, me tratarían de loca. Pero el abuelo no le dio importancia a mis contemplaciones. Me detuve en sus manos que estaban igual de amarillas que como las recordaba; sus uñas eran duras, parecían de mármol. Con ellas acarició mi cara y, sin sonido, movió sus labios para contarme lo inevitable: Chiquita, te estaba esperando. La esperanza se transformó en tersura, sus brazos se encogieron y su cara empezó a perder la rigidez que le había aplastado la Guerra Civil Española. De a poco, sus surcos se tensaron y sus párpados se abrieron, achicando la distancia que los separaba. Mi abuelo ya no era un abuelo: era un bebé. Voló con la cola doblada hacia el cielo y recién cuando estuvimos completamente enmarcados en el gris frío de aquel invierno, vi a mi cuerpo viejo y culpable, tendido sobre las vías del tren.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Atragantando semillas

Mi papá me dice que está triste porque fracasó. Dice que tal vez le queden diez años más de vida y hace números con lo que le resta de herencia. Poca la herencia. Yo le digo que la gente ahora vive como cien años pero del fracaso no le digo nada. Porque ese sentimiento es algo personal y yo ya no puedo conocer sus sueños, menos ahora que anda queriendo morir, aunque él diga que no se trata de eso, que no quiere morirse. Le discuto un poco, le digo que si ya tiene fecha de defunción es porque está caminando hasta ahí y entonces finalmente va a llegar con todo el éxito que dice no haber tenido. Me dice que todos caminamos hacia el mismo lugar y yo le contesto que aunque eso es real, no es cierto. Mi papá es porteño y a pesar de que vive en un pueblo de diez mil habitantes desde hace más de siete años, cada vez que lo veo, anualmente una o dos veces, lo descubro más porteño. Porque ni la salvedad de que ahora toma mate y anda en moto, en motito, le quita el amargo que le dejó la ciudad. Supongo que esa puede ser una de las evidencias de su fracaso. Porque ni chicha ni limonada: quiere estar en su Belgrano natal pero siente que ya no puede. La herencia no le da, dice, y él fracasó. Y yo le hago recordar, le digo que un poco la culpa fue del país y de los coletazos económicos que le derrumbaron de un saque todas las actividades que encaró. Pero eso no lo consuela y se empecina en ser la evidencia tácita del riesgo que implica el paso del tiempo si se te cae una ficha de dominó y le pegás una patada desafiante al chasco. El riesgo es ser hosco y rosco. Algo resentido con el devenir y con el pasado. De volcar el tinto para convertirlo en soda, de perder centímetros de cintura y seguir tragando pan y salchichón. Entonces un poco lo entiendo, aunque le digo que hacer las cosas mal no debería ser lobby para hacer las cosas peor, pero en verdad él no sabe de qué cosas estoy hablando. Bueno, le digo, supongo que me duele que estés lejos de casa. Pero resulta que ahora me cuenta que nos extraña, a mí y a mis hermanos, pero que no supo ni sabe cómo hacer. Lo mató la separación, los cuernos que le puso mi mamá. Se colgó de su ego y ahí quedó, ahorcado en llanto, cada vez con menos voz. Y yo que vine a decirle que me hacía falta, que estaba dolida por su ausencia, me encuentro sentada delante de sus paletas quebradas y de su papada almidonada en rojo y pintas de seda negra pensando en cómo hacer para salvarlo. Y entonces cuántos eran, le pregunto, ¿diez años, pa? Bueno, tendrías que engrosar el índice de sonrisas y disminuir el consumo de noticiero. Y se ríe. Empezamos bien, le digo. Pero él enseguida vuelve con eso del fracaso. Me equivoqué tanto, susurra y yo le digo bueno, sí, ese índice también crece con los años. Yo por ejemplo de los 5 a los 15 me equivoqué al 10 por ciento, y de los 15 a los 25 trepé a un 20 por ciento con picos de 23. Vuelve a reírse y mientras lo veo sorber un trago de vino y pitar su decimo quinto cigarrillo del día, pienso en lo injustos que somos a veces los hijos que pretendemos que nuestros padres nos desaten los nudos que nos abrocharon, como si ellos no tuvieran los suyos, sus tijeras ya derretidas en vaselina y la limosna que le dejan los años revolviéndoles los jugos de lo que ya nunca más -porque se acaba, se va- podrán colar.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Se los dejo




Les presento a un amigo de toda la vida que lo inmediato que me preguntó cuando nos conocimos, en el colegio, fue: "¿De qué partido político sos?". Muda quedé. se trata de la primera persona que me mostró que se puede mirar un poco distinto. Años más tarde me convocó para que participe de una película porno, todavía lo estoy pensando. Ahora hizo éste video y a mí me encantó. Entonces se los dejo, ahora que me voy unos días. Es Jovic: http://insoportablementejovic.blogspot.com/

jueves, 26 de noviembre de 2009

Come on

Estoy drogada. Cruzo una reja, cruzo a un perro, paso por delante de un televisor, devuelvo un saludo con una bajada de mentón. Se ríen. De qué se ríen, pienso. Subo un piso, luego otro guiada por los talones de unas zapatillas Nike que me preceden. La pared toma mi mano y alguien que baja me da un beso en la mejilla. No lo veo. Estoy definitivamente drogada, pienso. Se abre una puerta y escucho que tocan reggae. La luz me avasalla y en seguida reconozco que estoy a la vuelta de mi casa. Escucho bienvenida al ensayo. Como a los 13 años, me callo, están igual que a los 13. Veo un sillón a lo lejos. Me direcciono hasta él pero siento que no llego. Bajan las luces. Alguien más me saluda, estoy muy drogada y pienso: solo estamos la oscuridad y yo y esta música. Somos latinoamericanos y vivimos el amor de un solo corazón, el universo y yo. Casi no escucho lo que cantan pero siento lo que dicen. Llego hasta el sillón, me absorbe, estoy flaca, muy flaca. Alguien más me saluda. No lo miro, no veo nada. Nos conocemos, dice, supongo, contesto, de dónde, pregunta, no sé, de por acá. Alguien más me pide fuego pero no tengo, ya no fumo. Me pasan droga. Puedo más. Come on, come on, cantan y entonces miro. Miro por fin. Está mi novio de los 13 años que me saluda con su mano mientras apoya su boca sobre el micrófono. Lo reconozco, reconozco su voz, su mueca, su pelo rubio, su aura amarilla. Y miro más. Sigue ahí. Seguís acá. Alguien me habla y yo le digo que el piano está grabado, que por qué el piano está grabado. No escucho más. Viven, digo en voz alta. Alguien dice sí y yo no sé -estoy drogada- son tristes. Somos lo que podemos, dice, como a los 13. ¿Me escuchó? ¿Me escuchaste? Ya no me mira. Sólo sonríe. ¿Me escuchaste? Come on, come on. Ey, ¿escuchaste lo que dije? Soportan lo que son, pienso o digo, no lo sé. Come on, come on. Hey, ¿me escuchaste? Come on, come on. ¿Hablé y vos me escuchaste? Sí. Abro los ojos y descubro que está ahí, sentado en el piso, a los pies del sillón. No veo, le digo no te veo, no querés ver, me dice, no puedo con esta teoría ahora. Lo busco, ya no lo veo más. Babilón. Te lo prometí, dice al micrófono. Come on, come on. Más droga y yo estiro las piernas, ocupo todo el sillón y giro mi atención hacia la ventana: los árboles me hablan de Dios, todo es perfecto, dicen, y yo, buscando el defecto de sus palabras entre sus ramas, organizo mi paciencia y me siento morir. Come on, come on.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Mi bla secular

Tal vez un día vaya a querer morirme. Y si ese día llega, no voy a hacer nada por vivir. Qué se sepa desde ahora y que nadie me llore la desgracia porque al final, tan como sea, no puedo más que vivir a mi idiota manera. Si ese día llega (y presiento llegará), aquellos que estuvieron cerca de mí comprenderán que fui insuficiente, en mi mala ecuación: me sobró letra que otros quisieron y faltaron diccionarios para completar las distancia de mis aquí ahora y mis allá antes que después. Y así, si ese día llega, muda entenderé que es tiempo de cerrar el cuaderno y resignar destino a ser cuento incompleto, simplemente, por exceso de caracteres.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Basta

Últimamente percibo una tendencia algo belicosa. Como que se planteó una guerra engarzada a la pared del supuesto avance sin cuartel. Digo guerra porque tiene dos bandos que se apuntan y digo que el avance está aferrado a una pared porque me dolió cuando golpeé. Estoy hablando de los hombres y de las mujeres y de este rol social en el que estamos todos metidos intentando ver quién la tiene más larga. Desde este punto, está clarísimo: perdemos, chicas: ellos la tienen más larga: y sobre ella se paran.

Insistimos en oponer los géneros e inmediatamente más tarde intentamos igualarnos. Es como una incongruencia de base mezclada con mostaza con bolitas de pimienta, que todo bien, muy gorumet la movida, pero sabe tan picante que finalmente la queremos bajar con mayonesa.

La práctica es esta: queremos ser como ellos, ocupar su sillón porque creemos que desde ahí nos van a respetar mejor. Competimos por sueldos, competimos por decisión, competimos en billetera y hasta nos engalanamos. Queremos tener las mismas posibilidades, pero que sean las mismas. No contemplamos la distinción. Queremos y competimos. Y generamos rivalidad al mismo tiempo que decimos que ellos no pueden vivir sin nosotras y los queremos cambiando pañales, y delineamos estrategias para que no nos metan los cuernos y nos abracen cuando nos caemos, y nos volvemos cada día más sensuales, independientes y provocadoras y cuando tenemos hijos hablamos en diminutivo y uf, qué quieren que les diga, yo ya no puedo más así.

Mientras tanto, ellos ven la amenaza pero en el fondo no se la creen ni un poco. Porque saben que por suerte los ovarios no les duelen ni una vez en la vida y del parto zafaron en su propio parto. Orgullo, che. Además, cuentan con cierta fuerza de varón y con menos cambios hormonales. Su mapa mental es otro. Les queda un poco mejor eso de abrazar por fuera y entre ellos se entienden. Con el fulbito están.

Y entonces, ¿qué hacemos? Nos pasamos desarrollando teorías, estrategias caducas desde la base misma de su concepción, intentando ver quién domina a quién. Y ellos dicen hacé esto que la tenés muerta, y nosotras, en la cena de los jueves, escuchamos a la amiga casada con el novio de toda la vida, que lo tiene cagando y se cree la mujer más feliz del mundo porque el flaco escucha sus gritos sin chistar, sólo que ignora lo que le pasa por la cabeza a ese con el que duerme todos los días, que te dice que no lo llames ni muerta, mientras que la que se arremangó la fuerza te aconseja que vayas detrás de tu deseo y que, en definitiva, si no te quiere así, que se curta. Y salís del jueves con la cabeza en llamas y el viernes hacés todo al revés: lo llamás a los gritos, preguntándole por qué mierda no te llamó él.

Qué se yo, viste. A ellos se los ve más tranquilos. Y nosotras: algo más histéricas. Lo que creo es que quisimos abarcar de más, como que mezclamos todo y en ese mélange desvirtuamos nuestras virtudes y encendimos la hoguera a la que nos van a tirar. Porque nos van a tirar, eh, si no socavamos argumentos de distinción y aceptamos que lo nuestro no está en ese sillón que ocupan ellos, tampoco debajo de sus pies (por favor): lo nuestro nos queda a mano, porque lo tenemos desde siempre, nos compone. Tal vez sólo hacía falta levantar bandera blanca para que ellos bajen los cañones con los que nos acorralaron durante años en la cocina -los muy machistas- y nosotras podamos abrir nuestras piernas ¡y nuestra cabeza! en paz.

martes, 3 de noviembre de 2009

¿Cuál es tu onda?

Estoy leyendo 2666 de Bolaño. Entiendo que ya lo cité en distintas oportunidades pero -sabrán comprender- se trata de un libro de 1.225 páginas.

La cuestión es que acabo de leer un pasaje que me pareció muy divertido para compartir. Es una enumeración de distintos y asombrosos tipos de fobias. Tal vez algunas las conozcan. Yo, personalmente, no conocía a casi ninguna. Y -me abro- si con alguna me identifico, es con la fobofobia. ¿Quién da más?

“… la pecatofobia, miedo a comer pascados. (…) La clinofobia ¿Sabés qué es? El miedo a las camas. (…) Después está la tricofobia, que es el miedo al pelo (…) y también está la verbofobia, que es el miedo a las palabras. En ese caso lo mejor es quedarse callado, dijo Juan de Dios Martínez. Es un poco más complicado que eso, porque las palabras están en todas partes, incluso en el silencio total. (…) O la ginefobia, que es el miedo a la mujer y que lo padecen, naturalmente, sólo los hombres. (…) Luego hay dos miedos que en el fondo son muy románticos: la ombrofobia y la talasofobia, que son, respectivamente, el miedo a la lluvia y el miedo al mar. (…) La antofobia, que es el miedo a las flores, y la dendrofobia, que es el miedo a los árboles. (…) ¿Qué cree usted que es la optofobia?... miedo a abrir los ojos. (…) Sin olvidarnos de la cromofobia, que es el miedo a ciertos colores, o la nictofobia, que es el miedo a la noche, o la ergofobia, que es el miedo al trabajo. Un miedo muy extendido es la decidofobia, que es el miedo a tomar decisiones. Y un miedo que empieza recién a extenderse es la antropofobia, que es el miedo a la gente. (…) Pero las peores fobias, a mi entender, son la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia, que es el miedo a los propios miedos…”

viernes, 30 de octubre de 2009

Detrás

Era una de esas relaciones sin nombre en las que no existen reglas ni atributos. Más bien costumbres por placer. El era algo así como profesor de la facultad en la que yo estudiaba, un ayudante que ponía calificaciones. A pesar de su temple fuerte y preciso, de su inactiva sensibilidad y de sus pelos largos, su barba tapándole la cara entera y de su ropa al estilo Rolling Stones -con pañuelo al cuello y lengüita incluída- había algo en él que hacía que yo no me creyera del todo el cuento de su solemne apatía.

Su aspecto me llamó la atención y a las pocas semanas de iniciado el año, en un recreo, me acerqué a conversar con él. Empezamos a tomar cerveza al menos una vez por semana, preferentemente en La Academia, después de la facultad. Tramábamos alguna estrategia para que no se notara que nos íbamos juntos y al cabo de unos minutos nos encontrábamos sobre Corrientes. Jugábamos algunos partidos de pool y nos sentábamos a conversar durante horas. Nos tratábamos de usted y él empleaba un lenguaje antiguo que de a poco se me fue pegando y que se convirtió en nuestra forma de comunicarnos. “No diga sandeces, quiere”, solía decirme.

Era unos ocho años más grande que yo. Pero no se notaba. Aunque él decía que sí, que yo era una nena irreverente llena de una maldades que me iban a dejar mal parada, yo creía que él era quien servía su vida al personaje de chico rebelde de pantalones Oxford y mirada al piso que lo convertían, inmediatamente, en un chiquilín.

No hablaba mucho pero sí de a poco. Y así, al ritmo de su timidez, conocí más de él que él de mí, que sólo sabía de mi vida cotidiana y de ciertas dudas que me avasallaban. Llevamos aquella rutina escondida cerca de medio año en el que debemos haber compartido cien litros de cerveza. Y nos encariñamos. Yo con su historia rodeada de muertes tenebrosas e inexplicables, con suicidios incluidos, y él con mis constantes preguntas sobre lo que no se debía preguntar y mi simpática forma de sonreír, forma que decía que pronto se iría de mi vida. Yo le contestaba que se perdiera sus premoniciones en el orto y le insistía: “Bueno, dele, cuénteme cómo sería su mujer ideal”. El bajaba la mirada y negaba con la cabeza en silencio.

No era simplemente tímido. Había algo más detrás de su actitud de tapar su cuerpo con tanta ropa y su cara entera con tantos pelos. Tenía un tic. Lo recuerdo perfecto: hacía un rulo con su barba y se la llevaba hasta la boca. Y en ese gesto dejaba ver sus dientes algo manchados de tanto fumar Philip Morris.

Nunca se me había insinuado. Ni yo a él. Es que era tan extraño y se mostraba tan acomplejado que yo intuía que si avanzaba de alguna manera sólo iba a conseguir incomodarlo. Y no me lo hubiera permitido jamás. Así estábamos bien, pensaba yo, él era para mí una gran compañía, alguien a quién quería y yo, para él, una espalda en la que, casi sin querer, fue guardando algunos atributos de su identidad escondida.

Una noche comimos pizza y a tomamos cerveza en una cantina vieja, de esas típicas de Buenos Aires con manteles floreados en color bordó. Cuando terminamos la cena, me preguntó qué quería hacer. Le dije que cualquier cosa, que lo que él quisiera. Me dijo que le daba vergüenza contarme lo que quería y entonces insistí. Me pidió que lo adivinara. Jugar al pool, dije primero. No, eso no me da vergüenza, si lo hacemos siempre, me dijo. Ir a un boliche swinger, seguí. No sea cachivache, quiere. Eh, no sé qué puede darle vergüenza, ¿quiere que lo acompañe a la casa de su madre? Usted está loca, deje a mi madre en paz. Bueno, no sé, no andará queriendo coger conmigo, ¿no? Las palabras me salieron casi sin pensar. Y él asintió. Bueno, dije yo. Pagamos y caminamos unas diez cuadras hasta un hotel alojamiento, sin hablar. Cuando llegamos, le dije que quería bañarme porque había andado todo el día y me sentía algo sucia. Me contestó que no había problema y le sugerí que me esperara adentro de la cama. Salí envuelta en una toalla y me metí debajo de las sábanas. Me dijo que no nos habíamos dado ni un beso todavía y entonces nos besamos. El apagó la luz y nos acariciamos. Descubrí que era más flaco de lo que parecía y que su cuerpo era firme. Intentamos hacer el amor pero no pudimos. Estoy muy nervioso, argumentó. Todo está bien, le dije yo. Nos quedamos conversando y cuando la oscuridad le dio paso a la visión, noté un destello en sus ojos. Estaba llorando. Le rocé la cara con mis dedos, se acostó sobre mí y le repetí al oído: todo va a estar bien.

sábado, 24 de octubre de 2009

Porque sí

Algunos eufemismos pasaron con más penas que otros. Algunas noches me reconfortaron menos, otras más, como esta que me lleva de la cama y el libro al escritorio y las teclas. Algunas preguntas se resolvieron solas, otras todavía están: olvidadas. Algunos vientos me sacudieron arremolinada mientras que, otros, me elevaron como arena sobre el mar. Algunos días parecen iguales a sus sucesivos, y sin embargo no se acercan en nada. Algunas veces, todavía, me pregunto dónde está el botón que enciende sonrisas, el mismo que apaga ilusión. No lo sé, y empiezo a entender que esa es una de las preguntas a abandonar en el mismo recodo que al hipo del capricho, junto al ego sin plural. Porque ante lo inevitable, paciencia. Hay días que quiero estallar rondas de imanes, como si me tratara, yo, de energía para regalar, y otros, bajo el mismo sol, bajo el mismo cielo, en la misma ciudad, frente a la misma pantalla, sosteniendo el mismo libro, mordiendo estos mismos dientes, sólo quiero morir. La edad cala estas distancias; la experiencia –a su salud- las convierte en espejos con tiempo, conciencia, explicación y amparada en nada moraleja. La nada, la nada. Esa a la que, más tarde unos que otros, todos perteneceremos.

martes, 20 de octubre de 2009

Saquemos el sillón a la calle

Le susurrás algo al oído. No sabés qué pero intuís por qué. Abrís los ojos sin pestañar y saltás de la cama. No podés más. Es que no hay más. Nunca hubo –susurrás entre una media sonrisa- y entendés lo bien que hacés. El te mira y no te ve y en la costumbre de abrazarlo en frío, escupís las sábanas y le preguntás para qué. ¿Es que acaso necesitás de mí para saberte posible? Te levantás, llegás al baño y metés la cara entre tus manos cargadas con agua. Ahí, despuntás: este vicio de soñar. Y volves para cubrirte con las sábanas, sin imaginar que toda esa verdad quedó mojando el colchón y que él, con menos frío que asco, agarró la almohada y se fue al sillón.

jueves, 8 de octubre de 2009

Voilá

Hay infiernos que a veces se apagan ¿se apagan? se apagan, de a ratos, pocos ojos contra el reloj, los míos, sólo dos, aunque algunos se confunden, creen que se trata de nostalgia, pero no, les digo no, ella no es fuego sino río, que puede enfrentar a cualquier voz que la quiera persuadir de destruir la habitación que ocupa en mí, porque sabe, un día yo supe, y respiré, que por suerte - y gracias- en esas aguas, se puede, entrañando, pariendo, aprender a volar. Y quien vuela, volará.
Texto extraído de una especie de diario que intento llevar. Aclaro esto porque -entiendo- puede resultar algo sin sentido. Aunque tal vez no haga falta la aclaración para una abstracción. Como sea, sólo quería -buena recomendación la de Maxi- dejar atrás el último post y, ciertamente, no encontré inspiración más que para revolver antiguas palabras.

martes, 29 de septiembre de 2009

Platónico

Lo unilateral, la ilusión poética alejada de la realidad que se blande cruda en cada tac que marca el reloj; un vicio, una forma. Una escapatoria. Es el romance con lo intocable, una búsqueda de eternidad sin riesgos de desilusión, una cadena de excusas que actúan como ranas. O un facilismo, tal vez. La inequívoca piedad ante uno mismo, el éxito asegurado, el sueño reparado, el detalle en los pies y la evidencia oculta tras el cartel de neón multicolor. Ceguera. Es no animarse, atornillarse, erguirse cuando hay que acurrucar, achicar la piel cuando queda en remate elongar, actuar de más, pensar de menos, reír a destiempo, colgarse de las nubes y aterrizar en el desierto, hundirse en la derrota que se viste de victoria y temer, siempre temer el día que se haga realidad. Ese día que nunca llegará. Es esto y algo más: el amor puñetero es la trinchera cubierta de nieve que aleja del horizonte la posibilidad de que dos voluntades se fundan y hagan eso que sucede cuando el mar estalla en inmensas olas y deja lloviendo su gusto a sal.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Amor, mi adicción

Es cierto que juré no volver a escribir sobre el amor. El amor no se habla -me había advertido- el amor se vive y ya. ¿Pero si no lo puedo contar, acaso puedo vivirlo? Eterna pregunta de la que intuyo alguna respuesta. No soy alcohólica. Tampoco se me dio nunca por las drogas y estoy en condiciones empíricas de decir que el cigarrillo no me domina. De sexo lo justo, la comida no me desespera y yo, como habitante de esta sociedad, estoy convencida de que algún vicio hay que tener: desconfío de aquellos que no se pierden por nada. Mi adicción al amor está declarada. Ciertamente preferiría las bebidas blancas y lo digo sin ceguera, confío en que amar como conducta entrañada conlleva serias consecuencias, incluso físicas. Basta con repasar sus síntomas: adelgazamiento, sonrojo, diarrea, reducción de las capacidades mentales y de concentración, anulación de la fuerza de voluntad y de la percepción de la mentira; el enamorado no tiene remedio que lo cure pero sí veneno a mano. Con todo, queda claro que amar puede ser un peligro muy atrayente. Del mismo modo que sucede con los deportes extremos, aparece de frente a nosotros como un abismo natural mucho más imponente que nuestras capacidades de sortearlo. Escalar una montaña de siete mil metros de altura atado a una soga es como entregarse a este sentimiento: no sabemos cuáles serán las consecuencias de la hazaña a la que nos aventuramos, pero estamos seguros de que si nos caemos por su ladera padeceremos un golpe letal. Y no me vengan con que nadie murió de amor. Pregúntenle a mi abuelo por qué enfermó irreversiblemente cuando mi abuela abandonó esta vida. Vamos, el amor es lo más desgarrador que somos capaces de sentir (si somos capaces de sentirlo, claro). Es luz y sombra, es el eclipse más impresionante que conocemos y ni siquiera nos hace falta usar larga vistas para entenderlo. Nos alcanza con otro cuerpo, otra mirada, está todo en un abrazo, en un beso, en un silencio compartido; en tu cara, en tu piel, en tus sonrisas, en tus palabras que se pasean saltando por cada rincón de mi mente y en tus encantos. Amo lo que sos y lo que nunca podrás hacer, tu cobardía y tus verdades, tu libertad y cada prisión que te compone. El amarte me vuelve hilo invisible y alma flotante, un espejismo en la vida, la evasión de lo material en lo absoluto y lo absoluto en cada letra que entono por vos. Amo en misterio, amo en colores, amo. Te amo. Es cierto, había jurado no volver a hablar de esto. Pero mentí sagazmente. La realidad es que no soy creyente y que los juramentos valen lo que un alfiler en la mercería para mí. Esta declaración sólo tuvo el sentido de convencerme por un rato de que mi vicio estaba curado. Ahora debo asumir que se trató sólo de un período de abstinencia.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Dame un sí (segunda parte)

Sabía que vivía cerca de donde estábamos. Sabía que me había propuesto ese bar para tener su casa a mano. Sabía que, en algún momento, algo más tenía que suceder.

Abrió la puerta de su departamento y en un rápido repaso lo vi todo. Una jaula de monos. Su departamento era como la vida: una jaula que encierra locuras que se cuelgan de los pelos como si éstos fueran rejas.

Me abundó una sensación de extrañeza y oscuridad igualmente avasalladora e imanada. Pero entré decidida. Pasé por delante de él que se quedó inmóvil, como sosteniendo la puerta con sus hombros. Cuando alcancé el centro del living, giré y lo vi contemplándome con una mirada que nunca antes le había percibido. Le cuestioné el gesto con otro gesto y me dijo que no estaba seguro de poder escuchar eso que yo tenía para decirle. Pero realmente no hacía falta, las palabras pueden ser usadas como excusa para sentir. Y eso ya las convierte -todavía más si se quiere- en enormes masas de poder.

Le conté esta idea y él, en su carácter de amante de la lengua, no estuvo de acuerdo. No busqué su aprobación. Podría haber argumentado que mi teoría era –incluso- una sobrevaloración del las palabras, pero no quise porque preferí quedarme con ese que estaba apoyado en el marco de la puerta, y no iba a arriesgarme a decir nada más que lo pudiera llevar hasta el lugar de profesor.

Pero él no notó mis intenciones y en cambio me preguntó si mi fetiche con él estaba relacionado con el poder o con la escala de sabiduría. Le contesté que tal vez al principio me había visto deslumbrada por sus conocimientos y su encanto por la expresión de la lengua, pero que a esa altura no se trataba de fetiche sino de intuición.

- ¿Y qué intuís?

- A vos, tal vez.

- ¿Qué de mí?

- Nada en especial, supongo.

- ¿Entonces no intuís nada?

- Sí intuyo, pero no es algo puntual.

- Jugás con las palabras, te gusta eso.

- Un poco, pero es justo lo que no quiero hacer ahora.

- ¿Por qué?

- Porque me queda cómodo.

- ¿Tan cómodo te quedo?

- Con vos no, con vos nada es cómodo.

- Es decir que preferís las palabras a la intuición.


No quise contarle que soy mujer sin sexto sentido. Pero sí, hubiera preferido callar, acariciarlo. Increíblemente, quería que me susurrara al oído y que nos hamacásemos bajo el peso de las sábanas, como si nos amáramos. O, mejor dicho, como si él me amara también a mí. Quería un romanticismo que no me era propio y como en un manotazo de contra fobia, decidí volverme todo lo puta que pudiera. Para él.

Permanecí parada en el medio del oscuro living. El aspecto lúgubre del lugar me hizo notar, por primera vez, las ojeras en su cara y sus manos sudorosas de piel lisa y plástica. Desabroché mi pantalón y sin bajar la vista de sus ojos, me agaché hasta el piso para quitarme el jean, levantando primero una pierna, después la otra; dejándome seducir con ansiedad por su mirada sin gesto.

- ¿Nunca te casaste? –le pregunté mientras jugaba con los dedos, estirando el elástico de mi bombacha.

- Nunca –contestó.

- ¿Te gustan los hombres también? –inquirí liviana y dejé caer mi ropa interior de encaje celeste al suelo, repitiendo el movimiento de las piernas, separándolas un poco más.

- Alguna vez –dijo él.

Y ahí estaba yo. Delante de Marcelo, queriendo contarle que en verdad se había metido en mi vida mientras que empujaba mi vientre hacia adelante, y me acariciaba las piernas y subía mis manos por entre mis tetas, apretando con los dedos mis oscuros pezones para quitarme finalmente la remera por encima de la cabeza, soltar mi corpiño y quedar completamente desnuda ante él.

- ¿Cuán grande es tu pija?

- Te vas a sorprender –contestó.

- Lo quiero probar.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Pensamiento reflejo

- No me gusta la gente que empieza una oración diciendo la cosa es así.
- Es una frase hecha.
- ¿Y eso qué exime?
- Digo que no es importante.
- Claro que no, porque para vos la cosa es así.
- ¿Cómo sería así?
- Lo que digo es que no puedo creer que todavía haya gente que piense que las cosas pueden ser de una sola manera.
- Vos estás creyendo en que las cosas pueden ser de una manera.
- Te digo que no, que creo que las cosas pueden ser de una infinidad de formas distintas.
- Y que sean de una infinidad de formas, ¿no es una manera de creer que la cosa es así?
- ¿Decís?
- ¿Importa?

domingo, 6 de septiembre de 2009

Oda al Alba

Después de haber creado este tejido a contrapunto, cuando el alba descose la materia que habita en mí, descubro el sinsentido de esta concepción y me largo a llorar. Con la garganta bloqueada por arena, aplaudo franca la derrota que sin peros se apura para quedar atrás, mientras me preparo para una nueva sagacidad. Más allá. Estiro las piernas que decoro con una pollera a rombos, como soy, para que alguien las vea, es que alguien debe mirar, y piso sin cuidado, con algo de prisa y más incertidumbre y miro el suelo, el espectro de quien fui y seré se asoma y me cuenta que no me soltará, sólo nos podremos transformar y señala que busque ahí, dentro de tu nariz está, esa, tu necesidad de existir, impenetrable, contundente, fatal. La aguja me estropea y me vuelve a coser, y me estropea, y me vuelve a pinchar y cuando la agarro se hace señal, sos flecha, pará, porque estoy viva y te puedo llevar para que indiques el camino mismo de mi identidad, que tiene mil caras y que no se conforma. Que quiere mil más. Coseme y que amanezca, que del alba no podré escapar.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Dame un sí (primera parte)

Entre el deseo y la realidad está la fantasía. Así. Ni al revés ni en contra. Hacer carne lo que siente la piel es conjura de valientes. Incluso para nosotras, las chicas rubias que rodeamos los 90 centímetros de cadera.

Estaba decidida y, como suele suceder con mis convicciones- -aunque me cuesten sólo un par de días o apenas algunos minutos- era una decisión absoluta. El mundo pavoneaba flaquezas y permanecía exultante de trivialidades. Yo lo sabía y eso me daba ventaja porque no estaba precisamente débil ni tampoco me importaba perder. Es que cuando abajo sólo están los quebrantos sobre los que estamos parados, la actitud cobra una destreza formidable.

Increíblemente, –y quiero enfatizar en esto- cuando algo sucede después de haber vivido en la mente durante mucho tiempo, se siente como parir. Y ojo, no es que haya parido una criatura alguna vez, pero tengo la impresión de que la sensación debe ser más o menos así. Los últimos meses había estado imaginando una situación, y esa situación empezaba a existir más allá de mí. Porque él estaba ahí, parado en la esquina, con sus manos dentro del pantalón; él ya no le pertenecía a mis pensamientos. El me hablaba, me hablaba a mí.

- ¿Te parece este bar?

Nos sentamos uno enfrente del otro. Elegí al lado de la ventana. Coca para él, Fanta para mí. Intenté por unos segundos invocar mi plan mental, pero fallé. Sólo pude recordar el momento en que empecé a llevarlo a cabo. El era profesor de la clase de Latín. Hola –había dicho el primer día- mi nombre es Marcelo y voy a darles mi dirección de mail para que tengan en cuenta que pueden consultarme lo que quieran.

Al cabo de algunas clases, su boca pendular conjugando latín me traía latiente. Durante las primeras clases, mis preguntas fueron protagonistas y mi capacidad para enviar mensajes subliminales cobró una habilidad inimaginable. Estaba bien para mí eso de seducir. Digo, de que la mujer seduzca al hombre hasta que éste no pueda más.

- Así que acá estamos-, dijo y sonrió.
- Eso parece –contesté sin demasiada originalidad.
- ¿Se puede saber qué buscás? –inquirió. Era claro que me estaba apurando y eso me hizo sentir ganadora. Después de tantas dudas, de tanta espera, quedaba claro que en ese juego ya éramos dos.
- Creo que busco que se terminen estas dos gaseosas.
- Pero si recién llegamos.
- Sí, pero estamos en un bar.
- ¿Y dónde querés estar?
- Encima tuyo podría ser un buen lugar.

Sentí su incomodidad. Evidentemente no estaba acostumbrado a que una mujer le pusiera un pie sobre sus pelotas en un bar a plena luz del día, en Corrientes y Callao. Se notó, pero Marcelo estuvo a la altura de las circunstancias. Se adelantó sobre la mesa, agarró mi brazo y me dijo:

- ¿Sabés que no vas a dominarlo todo? ¿No?
- ¿Ah, no?
- Vamos –dijo. Caminó hasta la barra, pagó y salimos.

Como buena mujer moderna que soy y después de notar durante algunas clases cómo sus ojos se escapaban hasta mí en contraposición a su boca, que se cuidaba de no fugar ninguna palabra de más, le escribí un mail con una pregunta técnica y dejé para el final mi habilidad subliminal. Supongo que ahí empezó todo lo demás.

Nos enviábamos mails uno detrás de otro. A diario. Pasábamos el día entero conectados por correo y cuando llegábamos a la clase ni nos mirábamos. O mejor dicho, él me evitaba. La situación se prolongó por uno meses y yo empecé a sentirme mal. Soñaba con él, pensaba en él, me enamoraba en silencio de mis propias ideas. Cuando la sensación se me volvió algo insostenible, intenté acercarme un poco más, poner las cartas sobre la mesa, pero en esos momentos Marcelo se alejaba y yo quedaba extrañando su ausente presencia. Sin paz.

Deliraba encuentros mientras me masturbaba con la idea de él sobre mí y de mí sobre su escritorio. Todos los días me masturbaba. Incluso varias veces al día, provocándome hasta tres orgasmos seguidos. Pensé que si él me generaba tanto placer con sólo existir, merecía saberlo. Así fue que en uno de los mails le dije que tenía algo importante que contarle, pero que consideraba que debía ser personalmente –al fin- y que si no le resultaba demasiado atrevido podríamos encontrarnos en un café.

Cuando salimos del bar, me detuve frente a la puerta, él se acercó hasta mí y me agarró de la cintura, quebrándola.

- Ahora me vas a contar eso que me querés decir –dijo.

- Sí, pero creo que deberíamos ir a un lugar más tranquilo -respondí.

domingo, 30 de agosto de 2009

Cartelera

¿Cuántas cosas te estremecen? ¿Lo pensaste? ¿Sacaste el número y lo enfrentaste a lo que no te desborda ni un hipo, ni mu? Ok. ¿Y qué hacés con eso? ¿Lo dejás en el closet de tu intimidad silenciosa? ¿Hablás? No, no, a los otros no. A vos, digo. ¿Vas al espejo y asumís ok, esto me estremece hasta las uñas de los pies y sonreís entibiando los dientes con tu voz que canta: estoy viva? Apuesto a que un poco no; apuesto a que pasás unos segundos silbando de coté. Rascando la cabeza, yendo a trabajar, empujando los días hasta el fin de semana que dale que va. Y ojo, eh, está clarísimo, la piel de gallina da frío. Pero, ¿sabés? Más frío debe haber ahí, en la muerte, que te puede respirar con moco flojo la nuca mientras vos te manducas sin drama un kilo de pochoclos viendo un peliculón. Que, claro está, inventó alguien más.

lunes, 24 de agosto de 2009

Convivencia

Me fui enfriando, se me fueron las ganas de coger y empecé a esquivarlo, a sufrir con cada situación que nos aproximaba a la intimidad, a dormirme en sus brazos, a querer dormir, a tomar pastillas para dormir, a sentir dolores inexistentes sintiéndolos de verdad; lo vi masturbarse cientos de veces, con tal de que no me tocara le paraba el culo, se lo sacudía en la cara con la bombacha incrustada, pero que no me tocara, y cuando se acercaba, le bailaba invocando una sensualidad que ya no me correspondía, lo chupaba, tanto, y sólo para que no me tocara, prefería tocarme yo, entera, sin acabar ni una sola vez, pero que no me tocara, no lo podía soportar: su cuerpo se había convertido en la provocación náusea del mío y yo, una frígida pava a punto de estallar y hacer arder su voluntad, irreversiblemente.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Noche blanca

Estefanía es para mí como un glaciar en medio del desierto, o como un sol de 80 mil watts en la nieve. Depende. Somos amigas desde hace 15 años y a esta altura hay cosas que ya no van a cambiar. Y es mejor, porque si acaso algo se modifica es porque alguna perdió la papota y, justamente, para eso estamos, para que ninguna pierda nada salvo la virginidad que ya es historia antigua. Con ella en este mundo, todo anda, el sol calienta, el ventilador gira y acá seguimos, codo a codo -como le gusta decir- enfundadas en nuestra historia, sobre la que quiero contar un capítulo.

Durante muchos años pasamos una gran parte de nuestro tiempo juntas. Cuando terminamos el colegio y el camino hacia la vida joven empezó a asomar, yo empecé a relacionarme con gente nueva, nuevísima, bien distinta a la que venía acostumbrada. Eso me fascinó y como Estefanía era para mí la persona más importante del mundo, lo quise compartir. Entonces la hice parte de todo: de mis nuevos compañeros, de mi nuevo sistema de vida y sobre todo de las fiestas. Fiestas que disfrutaba pero a las que le costaba acceder porque le impresionaban las drogas y verme a mí algo pasada de alcohol.

Todos los sábados pasábamos un rato discutiendo, o mejor dicho, yo pasaba algunas horas tratando de convencerla de que viniera conmigo. Es que adoraba que viniera. Aunque los lugares a los que íbamos estaban repletos de gente conocida, de chicos que me interesaban, de todo un poco, ella era mi complemento, mi supuesto, mis ojos en la nuca y baila tan mal que con un par de tragos surfeando en sus venas puede convertirse en un gran show. Pero sobre todo, quería que ella fuera a las fiestas por esas cosas de las que una se convence a los veinticortos: creía que la vida que le proponía la iba a convertir en alguien mucho más desparramado. Y eso, para mí -digo, ser desparramado- era sinónimo de felicidad.

La cuestión fue que aquella noche me costó convencerla un poco más de lo habitual. No quiero, tengo sueño, hambre, ganas de ir al baño todo el tiempo. Y yo ahí, maquillando mis ojos en su cuarto, peinando mi pelo, insistiendo con que la fiesta era en verdad imperdible. ¿Qué vas a hacer, te vas a quedar acá mirando una película mientras se pasa la vida y otros se aprovechan de lo mejor que tiene para ofrecer?, le insistía y ella: nada. En pijama, bostezando, renegando de mí.

Entonces tuve que recurrir a la estrategia básica de la niñez que después refracta en la vida adulta: el soborno. Le dije que si me acompañaba, después yo la acompañaba hasta Boedo, a una feria en la que exponían unos diseños que quería ir a ver desde hacía unos días. Y bueno, finalmente se calzó los jeans y salimos rumbo a la parada del 152. Al cabo de una hora estábamos bajando del colectivo, en Paseo Colón.

Subimos por Independencia y desde atrás de un árbol a mitad de cuadra se asomó una cara. Eso recuerdo: una cara. La cara nos chistó y yo frené. Estefanía me dijo Marina, vamos, no pares. Y yo me paré. Le pregunté qué necesitás y me contestó que necesitaba un abrazo. ¿Un abrazo? Sí, necesito un abrazo porque me estoy muriendo de hambre. Pero los abrazos no se comen, le respondí yo y él arremetió con un ¿vos sos un humano? –y Estefanía, dale Marina, tengo miedo, vamos- . Sí, soy un humano, ¿y vos? Yo no. ¿Y qué sos? Necesito un abrazo. ¿Sos un ángel acaso?, insistí. Algo así pero no exactamente, no existen los ángeles que los humanos imaginan. Y entonces cómo son. Supongamos que son como yo, ahora, que necesito tu abrazo. ¿Y sabés volar? Sé caminar por el cielo, si es lo que preguntás. Por qué estás acá si te morís de hambre. Me trajeron. ¿Quién te trajo? Vos. ¿Yo? Sí –me dijo- ¿me abrazás? Le dije creo que sí y me adelanté unos pasos hasta que escuché a Estefanía ay, qué hijo de puta, no, no. Giré y la vi mirando hacia la esquina y ahí, en la esquina, un hombre empujaba a una mujer que se quejaba y lo pateaba y se sacudía. Vimos cómo el hombre aplastaba a la chica contra la pared, cómo la apoyaba, presionando su culo, frotándose de arriba abajo, cómo intentaba poner su cara contra el cuello de ella, y vimos el momento justo en que le metía la mano por debajo de la pollera, sin parar de balancearse. Estefanía no dejaba de sollozar y yo sumé mis gritos, hijo de puta, soltala, hijo de puta. Y el hijo de puta nos miró y salió corriendo. Detrás de él, nosotras nos apuramos para llegar hasta la chica, que quedó tirada, llorando sin paz. La ayudamos a acomodar su ropa y a que se levantara del piso. Era hermosa. Rubia, de labios gruesos y pechos firmes secretamente escotados. ¿Estás bien? Sí, gracias. ¿Cómo te llamás?, le pregunté. Marina, me contestó. Igual que yo, le dije, y mientras decía, entendí. Cuando miré hacia el árbol de mitad de cuadra, la cara ya no estaba ahí.

jueves, 13 de agosto de 2009

Revelación

Podremos olvidar, me dijo. Siento que eso no es verdad, Juan, le contesté. Es posible que la verdad no exista, me miró. Sí existe, yo lo sé.

Fue lo último que nos dijimos. Hoy, no sé si respira, si ama, si trabaja. Ni siquiera si está acá, digo, acá a la vuelta, tal vez en un bar, tomando un café con alguien más. No sé nada de todo eso pero, sin que él sepa, descubrí algunas cosas más.

En ese momento no me lo pregunté. Ese día salí de su casa y cuando llegué a la esquina, puse las manos sobre mis hombros, las movía hacia los lados de mi cuerpo, abrí las palmas, y ensayé el ademán de sacarme una mochila. Así seguí, sin mirar atrás.

A Diego lo conocí unos meses después. En un viaje por Brasil. Puedo decir que me volví a enamorar, que volví a creer en un cuerpo, en su piel. Acepté quién era y me convertí en una mujer para él. Y lo hice porque lo decidí. Porque un día entendí que se trataba un poco de eso, de amoldarse, de bajar la guardia y dedicarnos un rato a hacer feliz a alguien más. Tomar el camino inverso: no el que nos lleva de allá hacia acá, sino el que va de acá para allá y vuelve, como todo, como desde la flaqueza de la niñez a la flaqueza de la vejez.

No quisimos tener hijos. Preferimos viajar solos. Eran los momentos en que disfrutábamos más de nuestro sexo, de nosotros, de comer, de tomar vino, de conversar. Esos viajes eran como un renacimiento que gracias a la paz en la que convivíamos se estiraban durante mucho tiempo más.

Un día de agosto llegó a casa y me dijo que tenía algo que decirme, que quería aprovechar el fin de semana largo para ir a Colonia y contarmelo allá. Esa vez no me alegré por la invitación y Diego se dio cuenta, me dijo que si no quería no había problema, que tal vez podíamos organizar una cena el sábado y conversar. Pero no hacía falta. Vamos a Colonia, le dije.

El viernes a la noche nos subimos al barco y nos fuimos. Diego estaba especialmente presente. Me miraba, me acariciaba, hablaba de nuestros viajes y yo me entusiasmaba con sus relatos, era bueno hablando, y por un momento tuve esa sensación de paz, como de una familiaridad tan fuerte que hace que el mundo parezca a la medida de nuestros brazos. Hace que el amor tenga sentido.

Llegamos al hotel y mientras él estaba en el baño yo me quedé dormida. Recuerdo que quiso despertarme. Yo le estiré mis brazos para que se enredara en ellos. Y no recuerdo más. A la mañana siguiente me desperté y lo busqué a mi lado. Pero no estaba, así que me entregué a algunos sueños más con la fantasía secreta de que viniera a buscarme con el desayuno.

No llegó y cuando me levanté, agarré una botella de agua del frigobar, saqué de mi cartera unas galletitas que había llevado para el viaje y caminé hasta el balcón, con la intención de esperarlo mirando el río. Hasta que sonó el teléfono.

Sonreí. El hacía esas cosas, tenía sorpresas. Atendí y del otro lado una voz de mujer me pidió que bajara hasta la recepción. En cinco minutos voy, le contesté.

Me vestí con un jean, botas y un sweater que me ajustaba la cintura y que a él le gustaba. Quité una flor de adentro del florero y bajé. Cuando llegué al lobby, dos hombres de traje me estiraron su mano. ¿Marina? Sí, soy yo, buen día. Nos va a tener que acompañar. ¿A dónde? , les pregunté. Me miraron sin decir nada. ¿A dónde quieren que los acompañe?, insistí, ¿Me pueden contestar? Uno de los hombres metió su mano dentro de la campera y sacó una foto. Eramos Diego y yo. No entiendo, ¿por qué tienen esa foto? ¿Nos acompaña? No, explicáme ya por qué tenés esa foto. ¿De dónde la sacaste? Explicamelo ya porque me pongo a gritar. Tranquilizáte. No, ni un poco. Te conviene. Andate a la puta madre que te parió y decime ya dónde está Diego. ¿Vos no lo sabés? Te voy a matar, enfermo, decime donde está Diego, ¿qué le hicieron? Lo que se merecía y te recomendamos que te des media vuelta, que subas por donde bajaste, agarres tus cosas y te vayas ya de acá, si no querés terminar como él, de cabeza en el rio. Enfermo hijo de una gran puta. Andate, rubia, hacé lo que te digo.

Le pisé el pie con el taco de mis botas y retrocedí. Sentí los ojos inyectados de odio, los puños se me cerraron, podría haber matado. Llegué a la habitación. Me senté en la cama, y clavé la mirada en la pared. En ese momento la vida empezó a pasar cuadro por cuadro. Los brazos de Juan, recordé los paseos por la ciudad con él, de noche, su departamento, mi juventud en su cama, mis pelos sobre la ventana, los cigarrillos y la luna. Pensé en todo eso, pensé sólo en él y sentí alivio, mezclado con pudor, alegría y una revelación: no existe nada más que mi verdad.

lunes, 10 de agosto de 2009

Perspectiva

Se soltó la pelada. Así como te digo, se le soltó la pelada y quedó como en bolas, ridiculizado. En su cara se notaba que no lo soportaba o que estaba a punto de no soportarlo más. Pero al final todo se soporta, menos los suicidas. Uno debiera recordar esto cada vez que ve bien cerca de su ventana el fin del mundo. Y te digo más, uno debería poner las manos como si fuera a juntar agua de un lago, abrir las palmas y apoyar la cara sobre los índices estirados, ahí, bien cerca, encima de la ventana. Y mirar. Sólo mirá, pelado y vas a ver. Vas a ver que está la luna, que están los árboles, y que un hombre algo mayor pasea a su perro mientras escucha a los Beatles por mp3. Qué otra evidencia necesitás. Pero no, el tipo todo colorado andaba. Pensando que era el protagonista de una novela. Y sólo porque se le soltó la pelada.