viernes, 30 de octubre de 2009

Detrás

Era una de esas relaciones sin nombre en las que no existen reglas ni atributos. Más bien costumbres por placer. El era algo así como profesor de la facultad en la que yo estudiaba, un ayudante que ponía calificaciones. A pesar de su temple fuerte y preciso, de su inactiva sensibilidad y de sus pelos largos, su barba tapándole la cara entera y de su ropa al estilo Rolling Stones -con pañuelo al cuello y lengüita incluída- había algo en él que hacía que yo no me creyera del todo el cuento de su solemne apatía.

Su aspecto me llamó la atención y a las pocas semanas de iniciado el año, en un recreo, me acerqué a conversar con él. Empezamos a tomar cerveza al menos una vez por semana, preferentemente en La Academia, después de la facultad. Tramábamos alguna estrategia para que no se notara que nos íbamos juntos y al cabo de unos minutos nos encontrábamos sobre Corrientes. Jugábamos algunos partidos de pool y nos sentábamos a conversar durante horas. Nos tratábamos de usted y él empleaba un lenguaje antiguo que de a poco se me fue pegando y que se convirtió en nuestra forma de comunicarnos. “No diga sandeces, quiere”, solía decirme.

Era unos ocho años más grande que yo. Pero no se notaba. Aunque él decía que sí, que yo era una nena irreverente llena de una maldades que me iban a dejar mal parada, yo creía que él era quien servía su vida al personaje de chico rebelde de pantalones Oxford y mirada al piso que lo convertían, inmediatamente, en un chiquilín.

No hablaba mucho pero sí de a poco. Y así, al ritmo de su timidez, conocí más de él que él de mí, que sólo sabía de mi vida cotidiana y de ciertas dudas que me avasallaban. Llevamos aquella rutina escondida cerca de medio año en el que debemos haber compartido cien litros de cerveza. Y nos encariñamos. Yo con su historia rodeada de muertes tenebrosas e inexplicables, con suicidios incluidos, y él con mis constantes preguntas sobre lo que no se debía preguntar y mi simpática forma de sonreír, forma que decía que pronto se iría de mi vida. Yo le contestaba que se perdiera sus premoniciones en el orto y le insistía: “Bueno, dele, cuénteme cómo sería su mujer ideal”. El bajaba la mirada y negaba con la cabeza en silencio.

No era simplemente tímido. Había algo más detrás de su actitud de tapar su cuerpo con tanta ropa y su cara entera con tantos pelos. Tenía un tic. Lo recuerdo perfecto: hacía un rulo con su barba y se la llevaba hasta la boca. Y en ese gesto dejaba ver sus dientes algo manchados de tanto fumar Philip Morris.

Nunca se me había insinuado. Ni yo a él. Es que era tan extraño y se mostraba tan acomplejado que yo intuía que si avanzaba de alguna manera sólo iba a conseguir incomodarlo. Y no me lo hubiera permitido jamás. Así estábamos bien, pensaba yo, él era para mí una gran compañía, alguien a quién quería y yo, para él, una espalda en la que, casi sin querer, fue guardando algunos atributos de su identidad escondida.

Una noche comimos pizza y a tomamos cerveza en una cantina vieja, de esas típicas de Buenos Aires con manteles floreados en color bordó. Cuando terminamos la cena, me preguntó qué quería hacer. Le dije que cualquier cosa, que lo que él quisiera. Me dijo que le daba vergüenza contarme lo que quería y entonces insistí. Me pidió que lo adivinara. Jugar al pool, dije primero. No, eso no me da vergüenza, si lo hacemos siempre, me dijo. Ir a un boliche swinger, seguí. No sea cachivache, quiere. Eh, no sé qué puede darle vergüenza, ¿quiere que lo acompañe a la casa de su madre? Usted está loca, deje a mi madre en paz. Bueno, no sé, no andará queriendo coger conmigo, ¿no? Las palabras me salieron casi sin pensar. Y él asintió. Bueno, dije yo. Pagamos y caminamos unas diez cuadras hasta un hotel alojamiento, sin hablar. Cuando llegamos, le dije que quería bañarme porque había andado todo el día y me sentía algo sucia. Me contestó que no había problema y le sugerí que me esperara adentro de la cama. Salí envuelta en una toalla y me metí debajo de las sábanas. Me dijo que no nos habíamos dado ni un beso todavía y entonces nos besamos. El apagó la luz y nos acariciamos. Descubrí que era más flaco de lo que parecía y que su cuerpo era firme. Intentamos hacer el amor pero no pudimos. Estoy muy nervioso, argumentó. Todo está bien, le dije yo. Nos quedamos conversando y cuando la oscuridad le dio paso a la visión, noté un destello en sus ojos. Estaba llorando. Le rocé la cara con mis dedos, se acostó sobre mí y le repetí al oído: todo va a estar bien.

sábado, 24 de octubre de 2009

Porque sí

Algunos eufemismos pasaron con más penas que otros. Algunas noches me reconfortaron menos, otras más, como esta que me lleva de la cama y el libro al escritorio y las teclas. Algunas preguntas se resolvieron solas, otras todavía están: olvidadas. Algunos vientos me sacudieron arremolinada mientras que, otros, me elevaron como arena sobre el mar. Algunos días parecen iguales a sus sucesivos, y sin embargo no se acercan en nada. Algunas veces, todavía, me pregunto dónde está el botón que enciende sonrisas, el mismo que apaga ilusión. No lo sé, y empiezo a entender que esa es una de las preguntas a abandonar en el mismo recodo que al hipo del capricho, junto al ego sin plural. Porque ante lo inevitable, paciencia. Hay días que quiero estallar rondas de imanes, como si me tratara, yo, de energía para regalar, y otros, bajo el mismo sol, bajo el mismo cielo, en la misma ciudad, frente a la misma pantalla, sosteniendo el mismo libro, mordiendo estos mismos dientes, sólo quiero morir. La edad cala estas distancias; la experiencia –a su salud- las convierte en espejos con tiempo, conciencia, explicación y amparada en nada moraleja. La nada, la nada. Esa a la que, más tarde unos que otros, todos perteneceremos.

martes, 20 de octubre de 2009

Saquemos el sillón a la calle

Le susurrás algo al oído. No sabés qué pero intuís por qué. Abrís los ojos sin pestañar y saltás de la cama. No podés más. Es que no hay más. Nunca hubo –susurrás entre una media sonrisa- y entendés lo bien que hacés. El te mira y no te ve y en la costumbre de abrazarlo en frío, escupís las sábanas y le preguntás para qué. ¿Es que acaso necesitás de mí para saberte posible? Te levantás, llegás al baño y metés la cara entre tus manos cargadas con agua. Ahí, despuntás: este vicio de soñar. Y volves para cubrirte con las sábanas, sin imaginar que toda esa verdad quedó mojando el colchón y que él, con menos frío que asco, agarró la almohada y se fue al sillón.

jueves, 8 de octubre de 2009

Voilá

Hay infiernos que a veces se apagan ¿se apagan? se apagan, de a ratos, pocos ojos contra el reloj, los míos, sólo dos, aunque algunos se confunden, creen que se trata de nostalgia, pero no, les digo no, ella no es fuego sino río, que puede enfrentar a cualquier voz que la quiera persuadir de destruir la habitación que ocupa en mí, porque sabe, un día yo supe, y respiré, que por suerte - y gracias- en esas aguas, se puede, entrañando, pariendo, aprender a volar. Y quien vuela, volará.
Texto extraído de una especie de diario que intento llevar. Aclaro esto porque -entiendo- puede resultar algo sin sentido. Aunque tal vez no haga falta la aclaración para una abstracción. Como sea, sólo quería -buena recomendación la de Maxi- dejar atrás el último post y, ciertamente, no encontré inspiración más que para revolver antiguas palabras.