jueves, 26 de noviembre de 2009

Come on

Estoy drogada. Cruzo una reja, cruzo a un perro, paso por delante de un televisor, devuelvo un saludo con una bajada de mentón. Se ríen. De qué se ríen, pienso. Subo un piso, luego otro guiada por los talones de unas zapatillas Nike que me preceden. La pared toma mi mano y alguien que baja me da un beso en la mejilla. No lo veo. Estoy definitivamente drogada, pienso. Se abre una puerta y escucho que tocan reggae. La luz me avasalla y en seguida reconozco que estoy a la vuelta de mi casa. Escucho bienvenida al ensayo. Como a los 13 años, me callo, están igual que a los 13. Veo un sillón a lo lejos. Me direcciono hasta él pero siento que no llego. Bajan las luces. Alguien más me saluda, estoy muy drogada y pienso: solo estamos la oscuridad y yo y esta música. Somos latinoamericanos y vivimos el amor de un solo corazón, el universo y yo. Casi no escucho lo que cantan pero siento lo que dicen. Llego hasta el sillón, me absorbe, estoy flaca, muy flaca. Alguien más me saluda. No lo miro, no veo nada. Nos conocemos, dice, supongo, contesto, de dónde, pregunta, no sé, de por acá. Alguien más me pide fuego pero no tengo, ya no fumo. Me pasan droga. Puedo más. Come on, come on, cantan y entonces miro. Miro por fin. Está mi novio de los 13 años que me saluda con su mano mientras apoya su boca sobre el micrófono. Lo reconozco, reconozco su voz, su mueca, su pelo rubio, su aura amarilla. Y miro más. Sigue ahí. Seguís acá. Alguien me habla y yo le digo que el piano está grabado, que por qué el piano está grabado. No escucho más. Viven, digo en voz alta. Alguien dice sí y yo no sé -estoy drogada- son tristes. Somos lo que podemos, dice, como a los 13. ¿Me escuchó? ¿Me escuchaste? Ya no me mira. Sólo sonríe. ¿Me escuchaste? Come on, come on. Ey, ¿escuchaste lo que dije? Soportan lo que son, pienso o digo, no lo sé. Come on, come on. Hey, ¿me escuchaste? Come on, come on. ¿Hablé y vos me escuchaste? Sí. Abro los ojos y descubro que está ahí, sentado en el piso, a los pies del sillón. No veo, le digo no te veo, no querés ver, me dice, no puedo con esta teoría ahora. Lo busco, ya no lo veo más. Babilón. Te lo prometí, dice al micrófono. Come on, come on. Más droga y yo estiro las piernas, ocupo todo el sillón y giro mi atención hacia la ventana: los árboles me hablan de Dios, todo es perfecto, dicen, y yo, buscando el defecto de sus palabras entre sus ramas, organizo mi paciencia y me siento morir. Come on, come on.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Mi bla secular

Tal vez un día vaya a querer morirme. Y si ese día llega, no voy a hacer nada por vivir. Qué se sepa desde ahora y que nadie me llore la desgracia porque al final, tan como sea, no puedo más que vivir a mi idiota manera. Si ese día llega (y presiento llegará), aquellos que estuvieron cerca de mí comprenderán que fui insuficiente, en mi mala ecuación: me sobró letra que otros quisieron y faltaron diccionarios para completar las distancia de mis aquí ahora y mis allá antes que después. Y así, si ese día llega, muda entenderé que es tiempo de cerrar el cuaderno y resignar destino a ser cuento incompleto, simplemente, por exceso de caracteres.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Basta

Últimamente percibo una tendencia algo belicosa. Como que se planteó una guerra engarzada a la pared del supuesto avance sin cuartel. Digo guerra porque tiene dos bandos que se apuntan y digo que el avance está aferrado a una pared porque me dolió cuando golpeé. Estoy hablando de los hombres y de las mujeres y de este rol social en el que estamos todos metidos intentando ver quién la tiene más larga. Desde este punto, está clarísimo: perdemos, chicas: ellos la tienen más larga: y sobre ella se paran.

Insistimos en oponer los géneros e inmediatamente más tarde intentamos igualarnos. Es como una incongruencia de base mezclada con mostaza con bolitas de pimienta, que todo bien, muy gorumet la movida, pero sabe tan picante que finalmente la queremos bajar con mayonesa.

La práctica es esta: queremos ser como ellos, ocupar su sillón porque creemos que desde ahí nos van a respetar mejor. Competimos por sueldos, competimos por decisión, competimos en billetera y hasta nos engalanamos. Queremos tener las mismas posibilidades, pero que sean las mismas. No contemplamos la distinción. Queremos y competimos. Y generamos rivalidad al mismo tiempo que decimos que ellos no pueden vivir sin nosotras y los queremos cambiando pañales, y delineamos estrategias para que no nos metan los cuernos y nos abracen cuando nos caemos, y nos volvemos cada día más sensuales, independientes y provocadoras y cuando tenemos hijos hablamos en diminutivo y uf, qué quieren que les diga, yo ya no puedo más así.

Mientras tanto, ellos ven la amenaza pero en el fondo no se la creen ni un poco. Porque saben que por suerte los ovarios no les duelen ni una vez en la vida y del parto zafaron en su propio parto. Orgullo, che. Además, cuentan con cierta fuerza de varón y con menos cambios hormonales. Su mapa mental es otro. Les queda un poco mejor eso de abrazar por fuera y entre ellos se entienden. Con el fulbito están.

Y entonces, ¿qué hacemos? Nos pasamos desarrollando teorías, estrategias caducas desde la base misma de su concepción, intentando ver quién domina a quién. Y ellos dicen hacé esto que la tenés muerta, y nosotras, en la cena de los jueves, escuchamos a la amiga casada con el novio de toda la vida, que lo tiene cagando y se cree la mujer más feliz del mundo porque el flaco escucha sus gritos sin chistar, sólo que ignora lo que le pasa por la cabeza a ese con el que duerme todos los días, que te dice que no lo llames ni muerta, mientras que la que se arremangó la fuerza te aconseja que vayas detrás de tu deseo y que, en definitiva, si no te quiere así, que se curta. Y salís del jueves con la cabeza en llamas y el viernes hacés todo al revés: lo llamás a los gritos, preguntándole por qué mierda no te llamó él.

Qué se yo, viste. A ellos se los ve más tranquilos. Y nosotras: algo más histéricas. Lo que creo es que quisimos abarcar de más, como que mezclamos todo y en ese mélange desvirtuamos nuestras virtudes y encendimos la hoguera a la que nos van a tirar. Porque nos van a tirar, eh, si no socavamos argumentos de distinción y aceptamos que lo nuestro no está en ese sillón que ocupan ellos, tampoco debajo de sus pies (por favor): lo nuestro nos queda a mano, porque lo tenemos desde siempre, nos compone. Tal vez sólo hacía falta levantar bandera blanca para que ellos bajen los cañones con los que nos acorralaron durante años en la cocina -los muy machistas- y nosotras podamos abrir nuestras piernas ¡y nuestra cabeza! en paz.

martes, 3 de noviembre de 2009

¿Cuál es tu onda?

Estoy leyendo 2666 de Bolaño. Entiendo que ya lo cité en distintas oportunidades pero -sabrán comprender- se trata de un libro de 1.225 páginas.

La cuestión es que acabo de leer un pasaje que me pareció muy divertido para compartir. Es una enumeración de distintos y asombrosos tipos de fobias. Tal vez algunas las conozcan. Yo, personalmente, no conocía a casi ninguna. Y -me abro- si con alguna me identifico, es con la fobofobia. ¿Quién da más?

“… la pecatofobia, miedo a comer pascados. (…) La clinofobia ¿Sabés qué es? El miedo a las camas. (…) Después está la tricofobia, que es el miedo al pelo (…) y también está la verbofobia, que es el miedo a las palabras. En ese caso lo mejor es quedarse callado, dijo Juan de Dios Martínez. Es un poco más complicado que eso, porque las palabras están en todas partes, incluso en el silencio total. (…) O la ginefobia, que es el miedo a la mujer y que lo padecen, naturalmente, sólo los hombres. (…) Luego hay dos miedos que en el fondo son muy románticos: la ombrofobia y la talasofobia, que son, respectivamente, el miedo a la lluvia y el miedo al mar. (…) La antofobia, que es el miedo a las flores, y la dendrofobia, que es el miedo a los árboles. (…) ¿Qué cree usted que es la optofobia?... miedo a abrir los ojos. (…) Sin olvidarnos de la cromofobia, que es el miedo a ciertos colores, o la nictofobia, que es el miedo a la noche, o la ergofobia, que es el miedo al trabajo. Un miedo muy extendido es la decidofobia, que es el miedo a tomar decisiones. Y un miedo que empieza recién a extenderse es la antropofobia, que es el miedo a la gente. (…) Pero las peores fobias, a mi entender, son la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia, que es el miedo a los propios miedos…”