domingo, 25 de abril de 2010

Ya lo dijo Moliére en su Don Juan

DON JUAN. ¿O sea que, a tu modo de ver, habría que encadenarse para toda la vida al primer amor que nos cautivó, renunciando por él al mundo y cerrando los ojos a todo lo que nos rodea? Es una necedad el querer vanagloriarse del falso honor de la fidelidad, el sepultarse para siempre en la tumba de una pasión y el morir, en la flor de la juventud, para cuantas beldades puedan llamar a la puerta de nuestros ojos. ¡No, no y no! La constancia sólo es buena para gente ridícula. Todas las mujeres son dignas de gozar del mismo derecho a seducirnos, y la ventaja de llegar antes no es bastante para quitar a las demás las justas pretensiones que tienen todas sobre nuestro corazón. De mí he de decir que me arrebata la belleza dondequiera que la vea y me rindo fácilmente a esa tierna violencia con que nos arrastra. Y aunque tenga empeñada mi palabra, el amor que siento por una no puede obligarme a ser injusto con las demás: me quedan los ojos para ver los méritos de todas, y a cada cual rindo los honores y pago los tributos que exige la naturaleza de nosotros. En ningún caso puedo negar mi corazón a cuantas bellezas se me presentan, y, si me lo pide un lindo rostro, le daría diez mil si los tuviera. Una pasión, cuando nace, tiene un hechizo inexplicable, y todo el placer del amor está en la variación. Se goza un deleite extremo conquistando con cien halagos el corazón de una joven beldad, viendo el terreno que se va ganando día a día, reduciendo con arrobos, lágrimas y suspiros el inocente recato de un alma, a la que duele rendir las armas, dominando poco a poco los frágiles impedimentos que opone, venciendo los escrúpulos con que pretende honrarse y llevándola pasito a paso hacia donde queremos que vaya al fin. Pero una vez dueños de ella, ya no queda nada que decir ni que desear; acabó lo más hermoso de la pasión y nos adormecemos en la inmovilidad de tal amor, si no viene otra presa a despertar nuestros deseos, ofreciéndonos el aliciente de iniciar una nueva conquista. En resumen, no hay cosa más grata que vencer la resistencia de una mujer hermosa, y, en este aspecto, poseo la ambición de los conquistadores, que corren perpetuamente de victoria en victoria, incapaces de poner límites a sus deseos. Nada puede detener el ímpetu de los míos; tengo un corazón capaz de amar a la tierra entera, y quisiera, como Alejandro, que existiesen más mundos, para llevar hasta ellos mis amorosas conquistas.

Y este tema, que me encanta, y que tiene que ver un poco con este afán de las relaciones que insisten en seguir, cuando ya no queda nada. Porque sí, porque no.

">

viernes, 23 de abril de 2010

Debatamos Facebook

Bueno, yo me bajé de la red, con la siguiente argumentación:

Gente facebooker, estuve recapacitando. En tren de vivir por inercia lo menos posible (cosa que sucede en un muy bajo porcentaje, pero que sigo intentando), de pensar en por qué se hacen las cosas y no simplemente hacerlas (cosa que también consigo en muy bajo porcentaje, pero que sigo intentando), de controlar el ego y la importancia personal (tarea dificilísima, pero que sigo intentando), me bajo de Facebook. O más simple, sin tanta perorata para una simple red (podrán decir) –que yo considero catastrófica, pero entiendo la mayoría no-: creo que Facebook es una demencia total en la que se pierde un tiempo abismal y al que no le encuentro ningún rédito más que la exposición banal, el chusmerío y la histeria colectiva. Eso, además de la cantidad de información que está puesta al servicio de no sé quién. And so, apoyo la idea del escritor Fabián Casas: “Hay que ser invisible”. Chau, si nos vemos… ¡nos vemos en la calle! Como ha de ser. (Y para los que digan, “bajate y ya”, yo les contesto que ¡aguante la argumentación, fuckers! Y para los otros que ya sé lo que dicen, les digo: no, no se puede hacer un uso responsable de esto).

Entonces llegó el momento de desactivar la cuenta, momento en que Mr. Facebook me lanzó fotos con amigos y -apelando a sus nombres propios- me aseguró que ellos iban a extrañarme. Uf. Igual persistí en mi salida y, again, Mr. Facebook me pidió explicaciones, el muy atrevido. Se las negué, por supuesto, pero... ¡pero no me dejó ir! ¡Tirano! No pude más que argumetar y contarle que el motivo de mi salida es que no lo encuentro útil. A lo que él, insistente, el muy indigno, siguió en su afán de convencerme enumerando todos sus beneficios. Por suerte pude atravesar todas estas peripecias, puse mi contraseña, copié unas letritas y... Chau!

jueves, 22 de abril de 2010

Halagame que no me gusta

- Para ser mujer sos muy inteligente -me dijo.
- Ah bueno -le dije.
- Quiero decir, tenés una inteligencia muy masculina -cerró.


Esto es un dixit! Y yo que por un momento creí que nos habíamos liberado!

sábado, 17 de abril de 2010

Mi primer orgasmo

El primer orgasmo vino con la primera masturbación. Una masturbación tímida, más bien culposa; una de esas hazañas que se llevan a cabo mirando hacia los costados.

Recuerdo mi primer orgasmo con una exactitud dramática. De los que siguieron me quedan algunas imágenes que no puedo establecer bajo un orden cronológico, pero que guardo como encapsulados en pastillas de memoria que me fui tomando, en pequeñas dosis, junto al yugo de mis fantasías adultas.

A veces me pregunto si mi amiga E también se acuerda de aquellas tardes de sol y pileta que nos sirvieron de plataforma para todo lo que hicimos juntas, que fue muchísimo más que nadar y darle color a nuestros cuerpos de exagerada niñez y primitiva adolescencia.

E vivía en La Lucila, en un barrio residencial de la zona norte de Buenos Aires. Su mamá trabajaba todo el día y su hermana, que estaba encargada de cuidarnos, tenía un novio punk con quien salía por las tardes, casi sin excepción.

Gracias a las escapadas vespertinas de aquella pareja en gestación de morir (como casi todas las parejas que nacen a esa edad, o como casi todas las parejas), E y yo pasábamos el día completamente solas, con la casa entera a nuestra disposición. Los primeros juegos de la tarde eran de una simpleza tan encantadora que todavía los repito, cada vez que tengo la oportunidad, con la intención siempre punzante de no perderme dentro de las extrañezas de la mente y poder disfrutar durante el mayor tiempo posible de esa diversión pura de la que sólo es capaz un cuerpo: buceábamos broches, nadábamos largos por debajo y por arriba de la superficie, practicábamos distintos estilos, inventábamos coreografías acuáticas.

Eso, hasta que sobrevenía el hambre, generalmente a las pocas horas de haber almorzado. Inventábamos una gran merienda que servíamos en una sala que estaba al lado de la cocina, a la que llamaban playroom, desde donde se veía el jardín lleno de plantas, árboles y el claro de la pileta que se aquietaba bajo el reflejo del sol. Era una imagen elocuente que muy probablemente hoy me resultaría tranquilizadora y armónica, algo así como una tarde a destiempo.

Pero en aquel momento el playroom no era un escenario hacia el afuera. El playroom tenía algo más, algo mucho más atrayente y era una puerta hinchada de humedad que encerraba un cuarto de servicio en desuso al que nosotras, menos intencionalmente que por inercia, convertimos en el cuarto de los orgasmos.

Empezó sin intención. Estoy segura que para las dos fue igual. Unas pelotas de tenis, la picardía (inspirada en parte por la pareja punk que en algunos descuidos lucía sus lenguas cruzadas delante de nosotras), la merienda y nuestro afán por vivir en código lúdico nos llevaban a inventar situaciones. Armábamos nuestras pequeñas obras de teatro que sin excepción acababan teniendo que ver con un hombre imaginario y con nuestros cuerpos, hasta ahí, también imaginarios.

Jugábamos, como animándonos de a poco, y de pronto nos encontrábamos aplastando nuestros finísimos pelos púbicos contra esas pelotas amarillas. Mientras una actuaba, la otra arengaba: besalo, besalo. Y entonces la que estaba justificada por la actuación se agarraba de la almohada -y se reía-y empezaba a sentir que, entre la pelotita de tenis y su cuerpo, lo imaginario reaccionaba; lo objetivo respondía.

Todo fue in crescendo. Primero la pelotita, la reacción del cuerpo, el detenernos. Después la pelotita, la reacción del cuerpo, el atrevernos a la reacción del cuerpo, el detenernos. Siguió la pelotita, la reacción del cuerpo, el atrevernos a la reacción del cuerpo, el expandir la reacción del cuerpo, el detenernos. Hasta una tarde inevitable en que la puertita pareció convocarnos, como si se tratara de un llamado hecho por el marginado del colegio que, desde el rincón del patio y con la tranquilidad de saber que nadie lo considera, observa todo. Todo lo sabe.

E y yo caminamos hasta el cuartito y nos tiramos sobre la cama. Nos aplastamos contra el colchón, nos refregámos, nos sacudimos torpes, apuradas, desprolijas, y seguimos con nuestro juego hasta llegar, aquella vez sí, con la obra hasta el final.

Recuerdo que me sobrevino una idea de culpa. Me sentí enferma, pecadora y tuve asco de E. Le dije que no quería jugar más y volví al playroom a tomar la merienda. E caminó detrás de mí y las dos quedamos achacadas por la seriedad, hasta que mi mamá me pasó a buscar, como todos los días, a las 7 de la tarde.

Siguieron algunos orgasmos más que evidentemente no pudimos evitar, en silencio, y un día le confesé que cuando nos refregábamos contra el colchón del cuartito me agarraba una sensación extraña. Recuerdo la expresión de las pecas en torno a sus ojos. E me miró primero como si la hubiera robado, después aliviada, y finalmente me contó que a ella le pasaba lo mismo. Tengo la sensación de que después de aquella tarde no la vi más, y tengo la certeza de que nunca más la pude olvidar.

sábado, 10 de abril de 2010

Un horizonte romántico

Me despertó el sonido del libro derrapando entre mis dedos y me vi, en medio de un estado confuso de duermevela, como a una letra fuera de su texto. Mis pies vestían medias blancas ya gastadas y mi jean blanco merecía un lavado. Las manos doradas que sostenían el texto de Virginia Woolf se cruzaron y se escabulleron juntas debajo de mi cara, como yendo a buscar lo inexistente -¡bendito vicio!-: una protección que no estoy lista para dar.

No me es posible saber ahora qué fue lo último que leí antes de que el sueño abrazara la escena que me tenía, en una habitación a media luz, creyéndome consciente, tendida sobre mi cama abrigada. No puedo saberlo, pero me acerco a la idea de que pudo haber sido una canción que entonaba el relato: Mi corazón es un pájaro cantor / que tiene el nido en una rama regada; / Mi corazón es como un manzano/ De ramaje encorvado por tanto fruto; / Mi corazón es como una concha irisada/ Que boga en un mar sereno; / Mi corazón está más alegre que todos ellos/ Porque mi amor ha venido.

(No lo sé pero esta incerteza no me desespera. Se trata sólo de una muestra más de que la literatura es el mejor lugar al que van a parar las prácticas de las teorías y sus ciencias. Es que simplemente sé que voy a descubrir el enigma en el momento en que vuelva a remontar las páginas del libro y aparezca la sensación de haber estado ahí. Algo tan similar a lo que sucede con las experiencias, que hasta parece se tratara de una irónica velada).

Decía antes: el sueño me envolvió justo en el momento en que me creía consciente, en que estaba convencida, yo, de estar ejerciendo mi más alto rango de navegación mental, con un lápiz en la mano, atenta a encontrar verdades entre el texto. Pero después de aquello, pensé que tal vez nuestra consciencia no se rija necesariamente por estados que creemos elegir cuando silenciamos el teléfono celular, cerramos la computadora y calibramos –como un cocinero sus ingredientes- las luces de la habitación. Tal vez la luz, esa misma que puede ser otra, sea mucho más precisa cuando aparece sin que la evoquemos, desplegando ostentosa toda su libertad.

Un horizonte romántico. Estas tres palabras surgieron como un eco del derrape del libro entre mis manos. ¿Qué?, pensé. Pues, Un horizonte romántico, repetía algo, alguien, ¿yo? Y yo, la de ahora digamos, la que escribe, se preguntó: ¿cómo no lo pensé antes?

Allí mis manos, resignadas, allí mi pantalón, impúdico, allí mis medias raídas cobraron otro sentido. Allí mi cuerpo y su materia, allí alguien más que yo, la de ahora digamos, la que escribe, puso en tres palabras el sentido de mi confusión, el sentido de mi alboroto constante, de mi coletazo al tedio, de mi capacidad de girar el rumbo en inmediato y escupir sobre las cenizas, de mi meo de parada sobre la convención que atrae, disfrazada, la muy osada, de mi desesperación ante la eliminación de las palabras, de las rejas temporales, de amianto, que se erigen desde las sombras y se agolpan, en tanto, de frente ante la espuela de mi voz. En definitiva, de mi soplido a la niebla que se interpone a la construcción de horizontes románticos que varían en amor, viajes, libros, conversaciones, adolescencias sociales, sexo y no mucho más y que desbarrancan ¡y mutan! pero que son los únicos que me es posible considerar para sentir que en verdad voy saltando los cadáveres a mi alrededor, pateando las jeringas con anestesias sin vencimiento que dona la sociedad desde la guardia del hospital que nos ¿ayuda? a nacer.