domingo, 12 de diciembre de 2010

En estas Navidades celebramos


Okey tengo 27 años. Wow, ya debería ser aquella con dos dedos de frente más siete segundos de fama que se proyectaba desde sus 20. Decía entonces: ¡cuándo tenga 27, pajarito y mandarina! Y cuando tenés 27, na.da.de.to.do.eso. Ni mandarina ni naranja, cero de lo que te creías que podía pasar: no trabajás en la tele, no te convertiste en escritora, no viajaste por Europa con una mochila golpeándote la nuca y un hippie componiéndote canciones de revolución al costado de la rute 66 que no importaba una mierda si queda en los Súper Unidos Estados o si atraviesa la tumba de Jean Paul Sartre. No tengo una pareja cool con la que salgo todas las noches junto a una banda de intelectuales descontrolados, ni me paseo en mi auto recién estrenado, descalza, con la lengua de los Rolling pegada en la luneta, escupiéndole el sushi a los burócratas de atrás. Porque, juro, eh, que hace siete años creía que eran todos unos giles que no habían entendió nada y que yo estaba puesta acá, digo acá en la Argentina provincia de Buenos Aires, con el único fin de entregar conmiseración al universo. Y viveza, eh, desde mi buhardilla for ever. Pero acá me ven, sí, fumada en mi monoambiente y medio, pidiéndoles clemencia al sistema, a mi vieja, a mis abuelos, a mis maestras de primaria, a las mujeres que lucharon por el avance del género: ¡dejame la cabeza en paz, manga de zanguangos buscadores de una moral universal! ¿No se dieron cuenta de que sus morales son acomodadoras por tips de coyunturas cinematográficas? Así venís a los 27, hecha un demonio y estás justo en ese punto en que lo re-carajeás a tu viejo, al resentido de tu viejo que se la pasó puteando con el diario bajo el brazo a los amigos que progresaban en la economía de un sistema sarasa, porque ahora lo entendés y qué miedo te da. Entonces tenés dos caminos. O te convertís en un adulto como ese adulto que te enseñaron a ser, es decir, un condenado infeliz, o –y porque nunca me gusta dejar un mensaje de frustración como idea primordial, aunque a veces lo pueda parecer en un asomo de lectura veloz - te fumás unos cuantos puritanos, te los pasás bien por las tripas del asadito cocidito para mí y con provo, si da el presupuesto, y te reís del tiempo que perdiste aprendiendo cosas obsoletas, in aplicables a la generación Y-E-I, o como sea que sea nuestra generación, y aplaudís por la victoria que siempre representa poder girar la condenada espalda y caminar para donde vos, tus piernas, tu viaje y tu voluntad te lo permitan. Es decir: lo que soñaste a los 20, je, ¿qué esperabas? Era un sueño pedorro, nena, si tenías veinte y ni sabías que había sueños mucho mejores como aprender a coger, discutir, emborracharte, drogarte y viajar a la loma del orto con algún chico lleno de defectos del que te enamoraste y que para vos le rompería la cabeza a la mismísima ídola de Simone. Y ojo, eh, no vayas a confundir realismo con mediocridad. Que acá me pongo cursi (solo sin tilde un poco más que cuando dije lo del pibe que te enamoraste) y te digo que la felicidad no es un cuenta ganados, eh. La felicidad es una decisión, una vocación, una virtud y –fundamentalmente- un darte cuenta a tiempo de quien no sos, para ser alguien mucho más groso. Sitedaelpiné.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Un cuadro

Para cuando se hicieron las dos de la tarde, Brenda ya había puesto en la heladera dos variedades de té, cocinado una torta de manzana y preparado unos sándwiches de jamón crudo, tomates confitados y aceitunas negras. Había tenido tiempo de arrepentirse de las aceitunas, de quitarlas de los sándwiches y de leer el pasaje más largo de un libro de yoga que una amiga le había traído de regalo de la India.

Sonó el timbre y Brenda secó sus manos con un repasador de hilos suaves. Fue a abrir. Evidentemente Mery había cambiado.

-Linda como siempre- la recibió.
-Nada de eso –le contestó Mery.

Brenda le ofreció té verde helado o té negro con cedrón. Pasó una servilleta por los vasos, movió algunos adornos de lugar y corrigió la ubicación de un cenicero que solía estar en otro sector de la mesa ratona sobre la que Mary apoyó su cartera.

-¿Llegaste bien?
-Perfecto, volver a un lugar después de un tiempo es como aprender un recuerdo.
-Espero no haberte molestado con mi llamado.
-Me quedé pensando algunas cosas.
-¿Malas?
-¿Cómo son las cosas malas?
-No sé, tal vez.

Brenda caminó hasta la cocina y Mery la miró hasta que cruzó una puerta vaivén. Todavía tenía las piernas arqueadas y firmes, como a los 25, y el pelo más largo que nunca. Escuchó su voz balbucear a lo lejos: cociné tortas y preparé unos sándwiches, no sabés cómo aprendí de gastronomía y de alimentos. Es muy interesante saber cómo están hechas las comidas, los tiempos de las plantas para crecer, la importancia de los aromas para la experiencia sensorial entera de disfrutar de un buen plato. Su voz primero fue haciéndose más suave y luego cada vez más nítida, hasta que la singularidad de su acento de provinciana, que nunca había pedido por más de que lo había intentado durante toda su juventud, se hizo presente como el cuadro sobre el que Mery había detenido su mirada. Corrigió su atención y vio a su vieja amiga cargando una bandeja de plata.

-No hay que declararlo todo –soltó Mary.
-¿Cómo? – Brenda apoyó la bandeja en la mesa ratona.
-Que no hay que declararlo todo.
-¿En dónde?
-En el matrimonio, no hay que declararlo todo.
-¿Por qué lo decís?
-Esto que me contaste por teléfono, no tendrías que habérselo contado a él.
-Pero es mi marido.
-Justamente.
-¿Justamente?
-No hay que hacer declaraciones en el matrimonio, mejor gritálas en el río que sabe correr, los matrimonios no corren: son como lagos.

Brenda tomó un vaso desde su base y dijo:

-No cambiaste en nada.
Un trueno hizo retumbar los cristales del ventanal que daba a un jardín e interrumpió la conversación. Hacía diez años que no se veían.
-Todos los días pienso en vos.
-Y yo en vos.
-¿Y por qué creés que no nos vimos más? –preguntó Brenda.
-Supongo que no pudiste, al menos eso es lo que elegí pensar todo este tiempo.

Brenda se movía como despistada. Primero caminó hasta una mesa de comedor que estaba en el mismo ambiente para acomodar un candelabro; después se acercó hasta el sillón en donde estaba Mary y se quedó parada de frente a ella, jugando con su brazalete dorado.
-Necesité tomar un poco de distancia de todo aquello. Me llevó mucho tiempo superar el asunto, ¿sabés? Pero ahora ya casi no pienso en él.
-Y supongo que eso te resulta bueno.
-Tuve que sobrevivir.
-Sobrevivir, claro –dijo Mary y volvió sus ojos al cuadro. Había algo con él que le llamaba la atención, una mezcla de claridad y oscuridad, de fantasía y realidad. No descubría si se trataba de una foto desarreglada, o de la copia abstracta de un paisaje real.
-Mery, vos sabés muy bien cómo sufrí.
-Claro que lo sé, como yo.
-¿Y vos qué hiciste?
-Te pregunté antes si creés que fue lo mejor haber dejado de pensar en él.
-Está muerto.
-¿Y?
-¿Y para qué voy a seguir pensando en él si está muerto? ¿Qué va a darme?
-Lo mismo que en vida, sólo que sin sexo.
-Eso es ridículo.

La puerta de entrada a la casa tenía una campana colgando desde la mirilla. La campana sonó y Pedro, como atravesando el sonido, entró de espaldas, arqueado, sacudiendo un paraguas hacia afuera.

Una vez que terminó con su quehacer doméstico, giró su sonrisa hacia las dos mujeres que lo miraban en silencio y saludó con viveza, como si la presencia de Mary en la casa fuera tan habitual como la bandeja de plata apoyada en la mesa ratona.

-¿Qué hiciste todo este tiempo? –le preguntó a la invitada.
-Aprendí todos los días a vivir, supongo.

Brenda y Pedro rieron y Pedro estrechó a su mujer entre sus brazos.

-Hay torta de manzana y algunos sándwiches en la heladera –le ofreció ella.
-Está bien, no voy a comer nada, no me siento muy bien. Mary, disculpame que no me quede aunque sea un rato, necesito acostarme, tal vez después baje.
-No hay problema, ya nos volveremos a ver, qué te mejores –contestó.

Pedro subió las escaleras con tanta energía que desapareció en el primer escalón.

-Realmente no envejeció nada –dijo Mary asintiendo con la cabeza.
-Es la suerte que tienen los hombres.
-¿Viste? Con más razón te digo que no tenés que hacer declaraciones, en el matrimonio es como en política, las reflexiones se hacen para adentro, jamás se reconocen ante el enemigo.
-¿Enemigo? Pedro no es mi enemigo.
-Está bien, está bien. ¿Tenés algo de alcohol?
-¿Para qué?
-¿Te das cuenta? Hacés justo las preguntas que no tienen sentido.

Brenda sirvió Coñac en el vaso de Mery, sólo hasta la mitad. Caminó hasta la ventana y la entornó. Para que entre un poco de aire, mientras rascaba su espalda por la cintura, con las uñas pintadas de coral.

-Entonces, ¿qué dijo él cuando se lo declaraste?
-Que estaba dolido, que le diera un tiempo para pensar.
-Claro.
-Tiene derecho, ¿no?
-¿Derecho a qué?
-A pensar.
-Ah sí. ¿Pero en verdad creés que necesita pensarlo?
-Supongo que sí, es un asunto importante.
-¿No fue Joel un asunto importante en tu vida?
-Si yo pude perdonarlo después de diez años, no veo por qué motivo a vos te cuesta tanto.

Quedaron en silencio unos minutos. Brenda volvió a cruzar el living y se sentó en mismo sillón que Mery. Recostó su espalda contra el apoyabrazos y estiró las piernas sobre las de su amiga.

-¿Sabés? A veces extraño aquellas conversaciones que teníamos.
-Pero acá estamos, conversando. ¿O no?
-Sí, pero ya no es lo mismo.
-No.
-Y yo las extraño.
-¿Y no extrañás a Joel?
-A veces, sí.
-Pero no pensás en él.
-No quiero hacerlo.
-Y entonces hacés declaraciones en tu matrimonio.
-No entiendo qué tiene una cosa que ver con la otra.
-¿Realmente te parece que tiene sentido habérselo dicho?
-Necesité hacerlo para que podamos tener una relación sincera.
-Basura.
-¿A mí me lo decís?
-No, a tus argumentos, Brenda. Si pasaste diez años sin poder ser sincera con él, esa posibilidad ya no existe, ¿sabés? La sinceridad no existe por sí sola. También se necesita de la creencia del otro, y eso es una construcción.
-Me hablás como si fuera la culpable por sentir que lo hizo a propósito-. Brenda quitó las piernas de encima de las de Mery y se sentó con brusquedad. Hizo un semicírculo con su espalda y se agachó a levantar una pelusa del suelo.
-Dejá eso, Brenda. No me hagas caso –Mery la tomó por los hombros y la llevó hasta su pecho.
-¿Qué creés? –preguntó Brenda con el aire sofocado por el cuerpo de su amiga apretado contra su cara.
-Nada.
-Decimelo, está bien, quiero escucharlo.
-¿Sí?
-Sí.
-Creo que él sí lo hizo a propósito y que se debe haber hecho cargo de lo que pasó después, en su intimidad. Como yo me hice cargo del odio que sentí por vos, porque lo traicionaste. Como vos te hiciste cargo de haber guardado la comodidad de tu silencio durante diez años. Y como mi hermano debe haberse hecho cargo de haberse matado.
-Todos nos hacemos cargo como podemos, ¿no?
-Supongo. ¿Ese cuadro lo pintaste…

Un disparo seguido de sonido fuertísimo llegó desde el primer piso. Mery saltó del sillón y quedó en cuclillas agarrada de la mesa ratona. Brenda sacudió unas migas que habían caído sobre sus rodillas, miró a su amiga sollozar, se inclinó ante ella para acariciarle el pelo y le dijo:

-Sí, es del año siguiente al que murió Joel. Lo pinté en un viaje a Tailandia, desde la ventana de mi habitación, todas las tardes en que Pedro se iba a bucear.


(Después de recibir críticas -constructivas, sí- sobre este texto, lo posteo. No porque no me importes vos -que llegaste hasta acá-, si no porque cuando escribo algo y me frustra su resultado, necesito sacarlo de mi territorio privado hacia afuera. Y porque siempre confío en que igual, tal vez, alguien pueda quedarse con al menos algo de todo esto. Aunque sea).