domingo, 30 de agosto de 2009

Cartelera

¿Cuántas cosas te estremecen? ¿Lo pensaste? ¿Sacaste el número y lo enfrentaste a lo que no te desborda ni un hipo, ni mu? Ok. ¿Y qué hacés con eso? ¿Lo dejás en el closet de tu intimidad silenciosa? ¿Hablás? No, no, a los otros no. A vos, digo. ¿Vas al espejo y asumís ok, esto me estremece hasta las uñas de los pies y sonreís entibiando los dientes con tu voz que canta: estoy viva? Apuesto a que un poco no; apuesto a que pasás unos segundos silbando de coté. Rascando la cabeza, yendo a trabajar, empujando los días hasta el fin de semana que dale que va. Y ojo, eh, está clarísimo, la piel de gallina da frío. Pero, ¿sabés? Más frío debe haber ahí, en la muerte, que te puede respirar con moco flojo la nuca mientras vos te manducas sin drama un kilo de pochoclos viendo un peliculón. Que, claro está, inventó alguien más.

lunes, 24 de agosto de 2009

Convivencia

Me fui enfriando, se me fueron las ganas de coger y empecé a esquivarlo, a sufrir con cada situación que nos aproximaba a la intimidad, a dormirme en sus brazos, a querer dormir, a tomar pastillas para dormir, a sentir dolores inexistentes sintiéndolos de verdad; lo vi masturbarse cientos de veces, con tal de que no me tocara le paraba el culo, se lo sacudía en la cara con la bombacha incrustada, pero que no me tocara, y cuando se acercaba, le bailaba invocando una sensualidad que ya no me correspondía, lo chupaba, tanto, y sólo para que no me tocara, prefería tocarme yo, entera, sin acabar ni una sola vez, pero que no me tocara, no lo podía soportar: su cuerpo se había convertido en la provocación náusea del mío y yo, una frígida pava a punto de estallar y hacer arder su voluntad, irreversiblemente.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Noche blanca

Estefanía es para mí como un glaciar en medio del desierto, o como un sol de 80 mil watts en la nieve. Depende. Somos amigas desde hace 15 años y a esta altura hay cosas que ya no van a cambiar. Y es mejor, porque si acaso algo se modifica es porque alguna perdió la papota y, justamente, para eso estamos, para que ninguna pierda nada salvo la virginidad que ya es historia antigua. Con ella en este mundo, todo anda, el sol calienta, el ventilador gira y acá seguimos, codo a codo -como le gusta decir- enfundadas en nuestra historia, sobre la que quiero contar un capítulo.

Durante muchos años pasamos una gran parte de nuestro tiempo juntas. Cuando terminamos el colegio y el camino hacia la vida joven empezó a asomar, yo empecé a relacionarme con gente nueva, nuevísima, bien distinta a la que venía acostumbrada. Eso me fascinó y como Estefanía era para mí la persona más importante del mundo, lo quise compartir. Entonces la hice parte de todo: de mis nuevos compañeros, de mi nuevo sistema de vida y sobre todo de las fiestas. Fiestas que disfrutaba pero a las que le costaba acceder porque le impresionaban las drogas y verme a mí algo pasada de alcohol.

Todos los sábados pasábamos un rato discutiendo, o mejor dicho, yo pasaba algunas horas tratando de convencerla de que viniera conmigo. Es que adoraba que viniera. Aunque los lugares a los que íbamos estaban repletos de gente conocida, de chicos que me interesaban, de todo un poco, ella era mi complemento, mi supuesto, mis ojos en la nuca y baila tan mal que con un par de tragos surfeando en sus venas puede convertirse en un gran show. Pero sobre todo, quería que ella fuera a las fiestas por esas cosas de las que una se convence a los veinticortos: creía que la vida que le proponía la iba a convertir en alguien mucho más desparramado. Y eso, para mí -digo, ser desparramado- era sinónimo de felicidad.

La cuestión fue que aquella noche me costó convencerla un poco más de lo habitual. No quiero, tengo sueño, hambre, ganas de ir al baño todo el tiempo. Y yo ahí, maquillando mis ojos en su cuarto, peinando mi pelo, insistiendo con que la fiesta era en verdad imperdible. ¿Qué vas a hacer, te vas a quedar acá mirando una película mientras se pasa la vida y otros se aprovechan de lo mejor que tiene para ofrecer?, le insistía y ella: nada. En pijama, bostezando, renegando de mí.

Entonces tuve que recurrir a la estrategia básica de la niñez que después refracta en la vida adulta: el soborno. Le dije que si me acompañaba, después yo la acompañaba hasta Boedo, a una feria en la que exponían unos diseños que quería ir a ver desde hacía unos días. Y bueno, finalmente se calzó los jeans y salimos rumbo a la parada del 152. Al cabo de una hora estábamos bajando del colectivo, en Paseo Colón.

Subimos por Independencia y desde atrás de un árbol a mitad de cuadra se asomó una cara. Eso recuerdo: una cara. La cara nos chistó y yo frené. Estefanía me dijo Marina, vamos, no pares. Y yo me paré. Le pregunté qué necesitás y me contestó que necesitaba un abrazo. ¿Un abrazo? Sí, necesito un abrazo porque me estoy muriendo de hambre. Pero los abrazos no se comen, le respondí yo y él arremetió con un ¿vos sos un humano? –y Estefanía, dale Marina, tengo miedo, vamos- . Sí, soy un humano, ¿y vos? Yo no. ¿Y qué sos? Necesito un abrazo. ¿Sos un ángel acaso?, insistí. Algo así pero no exactamente, no existen los ángeles que los humanos imaginan. Y entonces cómo son. Supongamos que son como yo, ahora, que necesito tu abrazo. ¿Y sabés volar? Sé caminar por el cielo, si es lo que preguntás. Por qué estás acá si te morís de hambre. Me trajeron. ¿Quién te trajo? Vos. ¿Yo? Sí –me dijo- ¿me abrazás? Le dije creo que sí y me adelanté unos pasos hasta que escuché a Estefanía ay, qué hijo de puta, no, no. Giré y la vi mirando hacia la esquina y ahí, en la esquina, un hombre empujaba a una mujer que se quejaba y lo pateaba y se sacudía. Vimos cómo el hombre aplastaba a la chica contra la pared, cómo la apoyaba, presionando su culo, frotándose de arriba abajo, cómo intentaba poner su cara contra el cuello de ella, y vimos el momento justo en que le metía la mano por debajo de la pollera, sin parar de balancearse. Estefanía no dejaba de sollozar y yo sumé mis gritos, hijo de puta, soltala, hijo de puta. Y el hijo de puta nos miró y salió corriendo. Detrás de él, nosotras nos apuramos para llegar hasta la chica, que quedó tirada, llorando sin paz. La ayudamos a acomodar su ropa y a que se levantara del piso. Era hermosa. Rubia, de labios gruesos y pechos firmes secretamente escotados. ¿Estás bien? Sí, gracias. ¿Cómo te llamás?, le pregunté. Marina, me contestó. Igual que yo, le dije, y mientras decía, entendí. Cuando miré hacia el árbol de mitad de cuadra, la cara ya no estaba ahí.

jueves, 13 de agosto de 2009

Revelación

Podremos olvidar, me dijo. Siento que eso no es verdad, Juan, le contesté. Es posible que la verdad no exista, me miró. Sí existe, yo lo sé.

Fue lo último que nos dijimos. Hoy, no sé si respira, si ama, si trabaja. Ni siquiera si está acá, digo, acá a la vuelta, tal vez en un bar, tomando un café con alguien más. No sé nada de todo eso pero, sin que él sepa, descubrí algunas cosas más.

En ese momento no me lo pregunté. Ese día salí de su casa y cuando llegué a la esquina, puse las manos sobre mis hombros, las movía hacia los lados de mi cuerpo, abrí las palmas, y ensayé el ademán de sacarme una mochila. Así seguí, sin mirar atrás.

A Diego lo conocí unos meses después. En un viaje por Brasil. Puedo decir que me volví a enamorar, que volví a creer en un cuerpo, en su piel. Acepté quién era y me convertí en una mujer para él. Y lo hice porque lo decidí. Porque un día entendí que se trataba un poco de eso, de amoldarse, de bajar la guardia y dedicarnos un rato a hacer feliz a alguien más. Tomar el camino inverso: no el que nos lleva de allá hacia acá, sino el que va de acá para allá y vuelve, como todo, como desde la flaqueza de la niñez a la flaqueza de la vejez.

No quisimos tener hijos. Preferimos viajar solos. Eran los momentos en que disfrutábamos más de nuestro sexo, de nosotros, de comer, de tomar vino, de conversar. Esos viajes eran como un renacimiento que gracias a la paz en la que convivíamos se estiraban durante mucho tiempo más.

Un día de agosto llegó a casa y me dijo que tenía algo que decirme, que quería aprovechar el fin de semana largo para ir a Colonia y contarmelo allá. Esa vez no me alegré por la invitación y Diego se dio cuenta, me dijo que si no quería no había problema, que tal vez podíamos organizar una cena el sábado y conversar. Pero no hacía falta. Vamos a Colonia, le dije.

El viernes a la noche nos subimos al barco y nos fuimos. Diego estaba especialmente presente. Me miraba, me acariciaba, hablaba de nuestros viajes y yo me entusiasmaba con sus relatos, era bueno hablando, y por un momento tuve esa sensación de paz, como de una familiaridad tan fuerte que hace que el mundo parezca a la medida de nuestros brazos. Hace que el amor tenga sentido.

Llegamos al hotel y mientras él estaba en el baño yo me quedé dormida. Recuerdo que quiso despertarme. Yo le estiré mis brazos para que se enredara en ellos. Y no recuerdo más. A la mañana siguiente me desperté y lo busqué a mi lado. Pero no estaba, así que me entregué a algunos sueños más con la fantasía secreta de que viniera a buscarme con el desayuno.

No llegó y cuando me levanté, agarré una botella de agua del frigobar, saqué de mi cartera unas galletitas que había llevado para el viaje y caminé hasta el balcón, con la intención de esperarlo mirando el río. Hasta que sonó el teléfono.

Sonreí. El hacía esas cosas, tenía sorpresas. Atendí y del otro lado una voz de mujer me pidió que bajara hasta la recepción. En cinco minutos voy, le contesté.

Me vestí con un jean, botas y un sweater que me ajustaba la cintura y que a él le gustaba. Quité una flor de adentro del florero y bajé. Cuando llegué al lobby, dos hombres de traje me estiraron su mano. ¿Marina? Sí, soy yo, buen día. Nos va a tener que acompañar. ¿A dónde? , les pregunté. Me miraron sin decir nada. ¿A dónde quieren que los acompañe?, insistí, ¿Me pueden contestar? Uno de los hombres metió su mano dentro de la campera y sacó una foto. Eramos Diego y yo. No entiendo, ¿por qué tienen esa foto? ¿Nos acompaña? No, explicáme ya por qué tenés esa foto. ¿De dónde la sacaste? Explicamelo ya porque me pongo a gritar. Tranquilizáte. No, ni un poco. Te conviene. Andate a la puta madre que te parió y decime ya dónde está Diego. ¿Vos no lo sabés? Te voy a matar, enfermo, decime donde está Diego, ¿qué le hicieron? Lo que se merecía y te recomendamos que te des media vuelta, que subas por donde bajaste, agarres tus cosas y te vayas ya de acá, si no querés terminar como él, de cabeza en el rio. Enfermo hijo de una gran puta. Andate, rubia, hacé lo que te digo.

Le pisé el pie con el taco de mis botas y retrocedí. Sentí los ojos inyectados de odio, los puños se me cerraron, podría haber matado. Llegué a la habitación. Me senté en la cama, y clavé la mirada en la pared. En ese momento la vida empezó a pasar cuadro por cuadro. Los brazos de Juan, recordé los paseos por la ciudad con él, de noche, su departamento, mi juventud en su cama, mis pelos sobre la ventana, los cigarrillos y la luna. Pensé en todo eso, pensé sólo en él y sentí alivio, mezclado con pudor, alegría y una revelación: no existe nada más que mi verdad.

lunes, 10 de agosto de 2009

Perspectiva

Se soltó la pelada. Así como te digo, se le soltó la pelada y quedó como en bolas, ridiculizado. En su cara se notaba que no lo soportaba o que estaba a punto de no soportarlo más. Pero al final todo se soporta, menos los suicidas. Uno debiera recordar esto cada vez que ve bien cerca de su ventana el fin del mundo. Y te digo más, uno debería poner las manos como si fuera a juntar agua de un lago, abrir las palmas y apoyar la cara sobre los índices estirados, ahí, bien cerca, encima de la ventana. Y mirar. Sólo mirá, pelado y vas a ver. Vas a ver que está la luna, que están los árboles, y que un hombre algo mayor pasea a su perro mientras escucha a los Beatles por mp3. Qué otra evidencia necesitás. Pero no, el tipo todo colorado andaba. Pensando que era el protagonista de una novela. Y sólo porque se le soltó la pelada.