domingo, 1 de mayo de 2011

Medí tu acrobacia, y saltá

Me fui de viaje. Y soy así: me gusta ser una chica con actitud de hombre. Casi siempre. Pero más cuando estoy de viaje y cuando juego al truco. Estábamos arriba de una montaña, fisgoneando un lago a nuestros pies. En el lago había espuma, lo juro: el lago tenía espuma, como si se tratara de un lago iodado. Supongo que estábamos a unos veinte metros de altura. Aunque bien podrían haber sido cincuenta, cien, o cinco. Nunca supe medir distancias, tampoco personas. Pongamos que los metros no parecían tantos si nos dedicábamos a contemplar el lago, pero la percepción los transformaba en muchos si se nos ocurría saltar. Cosa que se me ocurrió. Una vez me contaron que hay una técnica para saltar a un espejo de agua desde mucha altura: es fundamental cubrirse las costillas. Socialicé este conocimiento y tres de los siete que mirábamos el lago, dijimos que sí. Caminamos hasta que encontramos un lugar que nos preció el indicado para saltar, básicamente porque tenía un buen espacio para tomar envión. No me animé a ser la primera. Suele pasarme que creo que me animo a más de la cuenta y cuando llega el momento de pagar tengo el impulso de retroceder. Y como pensé que probablemente los tres nos encontrábamos influenciados por una sensación similar, y para descomprimir un poco, dije algo que suelo decir cada vez que entro en el mar, y es que si muero por favor le cuenten a mi mamá que estuvo bien, que morí de una forma feliz, si es que acaso existe la felicidad del otro lado de este sótano. De verdad, creo que ya que morir es obligatorio, jugar a elegir cómo experimentar la obligación es bastante más interesante que, simplemente, aceptarla. Mis amigos se rieron y me dijeron que morir no sería una historia en sí, sino el final de mi vida, que el problema sería quedar vegetal o sobrevivir. Típico. Yo por supuesto no estuve de acuerdo pero elegí reír. Sin embargo, no nos estaba funcionando. La visión de la espuma retorciendo la quietud me provocaba temblor en la parte trasera de las rodillas. Uno de los tres bajó la guardia que nos imponía la necesidad de ser valientes, esta necesidad que va siendo desplazada por la modernidad, y preguntó: ¿Estamos seguros de lo que vamos a hacer? ¿Cuándo se está seguro de algo? Siempre pensé que solo los abogados tienen ese privilegio, no por astutos, sino por amparados y soberbios. No lo sé, dijo mi otro amigo, es agua, no puede ser tan peligroso. ¿Sabemos qué profundidad tiene el lago?, preguntó el primero. Oigan, los lagos son profundos, el problema no es el fondo sino lo que puede haber bajo el agua, dije yo. Sí, eso es cierto, asintieron, y agregaron que para hacerlo teníamos que saltar con fuerza hacia adelante, para no caer en el margen por donde entra la montaña al lago. No creo que sea tan peligroso, piensen que hay gente que salta desde la roca que está justo al lado, y es básicamente lo mismo, lo que nos diferencia está en el aire y en la intensidad de la caída, no en el agua en sí, contesté. Puede ser, insistió el primero de mis amigos, no muy convencido, pero por las dudas acordémonos de tomar envión. Sí, pero realmente no creas que tenés la montaña ahí, los lagos se hacen profundos en seguida, seguí. ¿Desde cuándo sabés tanto de lagos?, me preguntaron. Desde que los odio, contesté, nunca me gustaron, son escondedores, peligrosos, fríos. Ah, vos sos irónica, ¿odiás el lago y pensás desafiarlo así?, me increpó el primero de mis amigos y un sonido compacto, como de un golpe de box, nos llamó la atención. Me agarré del brazo de mi amigo y cuando entendí que estábamos solos, lo apreté con toda la capacidad de mi fuerza. Leo había saltado. Y Marcos, estirando su cuello e inflando los agujeros de su nariz, intentando parecer tranquilo, descargó su verdad clavando sus yemas en mi mano. Miramos el agua que primero se extendió en círculos hacia afuera, como haciendo de la superficie un remolino plano, y después se fue aquietando hasta quedar detenida, en su demostración cabal de ser un extraño paradigma sin vida. Cuando la espuma volvió a su retuerzo normal escuché a Marcos exclamar Dios. Y sentí como si un agujero estuviera expandiéndose adentro mío. Era culpable, lo había provocado todo. Los había empujado a sentirse valientes delante de mí, delante de ellos, ante sí mismos. Y en verdad no estaba segura de que la montaña no estuviera en el borde del lago. Los había obligado a no cuestionar su irracionalidad, sin fundamentos, los apuré para que no pensaran, los había mareado con mi feminidad y con mi humor. Marcos corrió mi mano de su brazo y volvió a decir: Dios. Me di vuelta para no mirar, no podía seguir viendo el lago. Y mientras pensaba en decirle a Marcos que teníamos bajar, un tirón en el brazo me devolvió la reacción y, como en un reflejo, me puse a saltar. Leo había aparecido. Tenía el pelo aplastado sobre su frente y gritaba: Es lo más increíble que hice en mi vida, deliranteeees. Sonreí apoyando los dientes sobre mis labios, tragué una gota de saliva que crepitaba en mi garganta y dije: Sigo yo. Caminé hacia atrás y tuve la certeza de que las venas de mis pantorrillas se estaban contrayendo, de que los dedos de mis pies perdían firmeza, se alivianaban como plumas. Tenía que saltar con fuerza. Marcos insistía con que era importante tomar envión, y me daba indicaciones que no pude escuchar. Estaba nerviosa. Solo me detuve en la necesidad de volar. Las costillas no importaban, no las iba a estallar. Leo estaba en el agua, agitaba sus brazos, daba vueltas carnero dentro del lago, y eso me aliviaba. Lo veía sonreír, lo escuchaba gritar como al eco de alguna vieja historia que se repite cada vez más leve, hasta que otra voz la vuelve a pronunciar. Estaba lista, había llegado hasta ahí y tenía que hacerlo. Saltar, saltar, solo saltar y volar. Volar no era un privilegio, ahora era una posibilidad y si no quería correr riesgos tenía que saberme pájaro, saltar y volar hacia adelante y en un momento de inquietud, cuando pensar se vuelve el primer recurso a abandonar, apreté el reborde de los ojos, levanté la piel de la frente, di dos largos pasos, y salté. El dedo gordo de mi pie se dobló sobre la roca y tuve la reacción de volver hacia atrás, pero ya era tarde: estaba en el aire, girando los brazos como si fueran hélices, intentaba volar. Necesitaba volar, necesitaba alejarme del borde; grité, grité fuerte desde la sangre de mi garganta mientras seguía girando los brazos. Pero no avanzaba: nosotros no podemos volar, nosotros, con suerte, caminamos. Nosotros somos tierra. Y a medida que iba cayendo, iba sabiendo que no había vuelta atrás. Vino el plaf en el agua, la visión de una bola efervescente, el mareo de girar dentro del líquido dorado. Y el dolor. Mi cadera se había golpeado contra la montaña. Las burbujas entraban por mi nariz, se atragantaban contra mi cara, contra mis brazos que remaban hacia arriba, buscando aire para respirar. Una luz intensa me abrió los ojos. El hombre de blanco sonrió y noté la impaciencia en su gesto. Mi mamá me contó, algunas semanas después, que mis gritos se escucharon desde la entrada del hospital.

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