lunes, 26 de julio de 2010

La creación

I

Antes de hacerlo, voy a contar por primera vez que desde hace trece, o tal vez catorce años, me sigue un hombre. Sergio es bajo -no debe medir más que yo que no llego al metro setenta-, bien flaco, y tiene los hombros como sauces llorones. Creo que fue por ese cuerpo desdichado que nunca me dio miedo: supongo que si hubiera sido lindo o fornido, aquella primera vez que lo descubrí espiándome desde la esquina del colegio, mientras me levantaba yo el jumper para mostrarles a mis compañeras un machete que había escrito en mi pierna, lo hubiera denunciado. Digo denunciado ante mi mamá o a los gritos en la vereda. Sin embargo no lo hice. Ni en ese momento ni a la semana siguiente, cuando lo encontré sentado en el cantero de entrada a mi casa. En cambio dijo hola, dije hola qué tal y me fui.
Sergio es vecino y vive con una mujer que tal vez sea su hermana. Las persianas de su casa suelen estar cerradas, con excepción de ese horario en que el sol comienza a bajar como martillo sobre el río y lo llena todo de una luz naranja que penetra a través de las ranuras, sacándose la ropa para mostrarse irresistible ante la pelusa y el polvo que se apuran a bailar en torno a ella.
Descubrí dónde vivía una tarde en que las casualidades se habían vuelto un desafío a mi percepción, cuando lo encontré sentado en el banco de la plaza El Ombú frente a la casa de un viejo amor, cargando una cámara de fotos antigua, de esas réflex manuales, y decidí llevarlo hasta una trampa. Caminé hacia el este, bajé por una de las barrancas que conducen al río, y me escondí a esperarlo: sabía que llegaría más rápido que él, simplemente por ser más joven y en tanto ágil, y podría encontrar el lugar indicado para atracarlo.
Me escondí detrás de un árbol retacón y lo vi aparecer con una de sus manos dentro del bolsillo de su saco, masticando el cabo de una hoja, ocultando sus ojos bajo los alambres electrizados que tiene por cejas; y cuando estuvo a pocos pasos de mí, salí de entre las hojas haciendo todo el ruido posible, lo tomé por la pera y le pregunté qué quería.
Contrario a lo que imaginé, Sergio sacó de su garganta una voz que no parecía la de alguien que seguía a una chica en uniforme: su tono era grave, se afirmaba sobre el viento y me preguntó si necesitaba algo, si me encontraba bien. Su seguridad y tranquilidad cambiaron la ecuación que tenía estudiada, le dije que me había equivocado de persona, y corrí por la barranca, esta vez hacia arriba.
Pero en ese momento vivía de acuerdo a mis caprichos –que por algún motivo nos enseñan a subestimar en la adultez-, y no me conformé. Entré en una garita de vigilancia vacía y lo esperé. Mientras estuve ahí, vi llegar al menos a cinco hombres y los vi hacer a todos lo mismo: estacionar frente a sus casas, abrir la puerta trasera del auto, bajar sus maletines, cerrar la puerta, activar la alarma, mirar hacia atrás, y entrar a sus casas, para sentarse seguramente frente a los televisores a ver el noticiero central, mientras que sus mujeres cocinan alguna pasta y los chicos se masturban en sus habitaciones con réplicas de autos, fotos de jugadores de rugby y la bandera de sus clubes clavada en la pared. Sentí depresión.
Sergio pasó por delante de mí pero no me vio. Lo dejé avanzar unos metros y crucé la vereda, amparada por la oscuridad de una noche cerrada, y lo seguí hasta su casa. Lo vi poner la llave en la puerta, como si se trata de uno más de todos esos hombres que a esa hora volvían de trabajar y me conmoví al ver que la mano de una mujer lo golpeó sobre sus venas hinchadas. Farfulló algo cerca de su cara, lo entró de un tirón y, cuando desaparecieron, me acerqué hasta el buzón y encontré una boleta de luz a nombre de Sergio Rodríguez.
A partir de aquel día, todos los días vi a Sergio. En el almacén, en la verdulería, por el medio de la calle, cruzando en contrario la avenida. Nos saludamos: hola, dice él, y yo hola qué tal.
A lo largo de más de una década, tuvo aspecto desconcertado en el restaurante la noche que festejé haber egresado del colegio; lo encontré cruzando la esquina del café en el que después estudiaría, con un libro debajo del brazo, la tarde que volví de mi primer día en la facultad; compró cigarrillos en el kiosco del hospital en el que me operaron de una infección y llevó un ramo de flores marchitas, con un sombrero que, como si le quedara grande, tapaba sus ojos, el día que me convertí en profesional.
Después de aquella primera vez que escuché la voz de Sergio, sólo volví a hacerlo una madrugada. En esa época yo salía con alguien que me quería y me cuidaba, lo cual bastaba para creerlo el indicado, y repetir al teléfono, al final de una conversación, al despertar, palabras de un amor que no conocía, pero al que creía quieto y universal, que después deseché y que, como el asesino a la escena del crimen, más tarde volví a buscar.
Pero le había sido infiel, por primera vez, y esa noche, después de hacerlo, volví hasta mi casa estancada en la desesperación, la culpa, el reproche. Caminaba envuelta por un abecedario heredado cuando vi a Sergio, que sonreía e irradiaba una luz que salía de su estómago hasta un faro. No sé qué luz alimentaba a cuál. Lo cierto es que ese hombre, ese Sergio adulto, parecía un niño cubierto por la vida de una placenta.
Extendió su mano y me alcanzó un papel que decía: “si se busca el crecimiento en la profundidad, entonces será necesario experimentar incluso aquello que en la superficie deja la sensación de que todo está perdido. Es sólo a partir de allí que comienza la verdadera construcción de un ser a elección”.

II

Y aunque supe querer otra cosa, mi vida no fue distinta a la de casi todos los demás. Mi popularidad adolescente me regaló los años más felices, es cierto; la intrascendencia posterior me ayudó a escribir mis mejores poemas, a experimentar mi sexualidad, a creer en la rebelión sin confiar demasiado en ella, o sin animarme a hacerla estallar entre los poros de mi existencia, puesto que nunca pude hacer nada más que envolverme en la retórica hasta que de tan repetida, la olvidé. Y el devenir adulto me hizo profesional, socialmente exitosa y una mujer compañera que se permite la dosis avalada por la consciencia de infidelidad. ¡Si lo hubiera advertido a tiempo!
Y mientras que yo no hice nada, más que casarme y sonreír para la sesión, Sergio envejeció. Sergio está viejo; sus cejas, blancas, su luz, cerrada. Debí haberlo notado: desde hacía un tiempo sus apariciones se habían convertido en rutinarias; ya no caminaba, se arrastraba, y prácticamente no me miraba.
No advertí ninguna de esas señales, lo llevé al extremo, no le di oportunidades, yo, envuelta en todo aquello y entonces lo de ayer:
Me detuve en la puerta de mi casa, como todos los días, y apareció como desde algún lugar invisible. Abrió la puerta de mi auto y dijo:
-No tengas miedo, es hora.
Me hizo seguirlo hasta la puerta de su casa. Llegamos, acarició mi cara y susurró:
-Hermoso ángel traicionado.
Se acercó despacio hasta mí, aspiró el aire que me rodeaba y me besó en los labios. No pude cerrar los ojos, y entonces lo vi beberse mi aliento, tragarse todo lo que tenía yo ahí, adentro y en mi periferia, en ese momento.
Abrió la puerta de su casa completamente oscura, me ordenó que entrara y cuando encendió la luz, vi aparecer como en diapositivas, cientos, tal vez miles de fotos mías clavadas en las paredes, pegadas en el piso, apiladas sobre la única mesa que había.
-¿Qué es todo esto? –le pregunté.
- Tu vida.
- ¿Y por qué está mi vida empapelando tu casa?
- No es nada más que tu vida.
- Pero ¿por qué un viejo decrépito, un viejo loco, obsesivo, tiene mi vida en la pared de su casa? –le grité. Por primera vez sentía impresión por todo aquello.
- Porque tu vida es también la mía –dijo mirando hacia abajo, con menos vergüenza por lo que había hecho durante todos esos años que desencanto por mi reacción –, porque sos la historia que elegí contar, a la que le dediqué todo mi devenir, siempre el devenir, y no creas que no siento desilusión.
Me quedé callada mirando las fotos que construían una vida que de ninguna manera podía sentir mía. ¿Esa era yo? Me reconocía en la joven de uniforme que sonreía, me reconocía en mi adolescencia, en mi entrada a la juventud, incluso reconocí a esa que leía el papel que Sergio le había entregado aquella madrugada, sonriendo a medias. Pero todo lo demás, ¿qué era? ¿Quién era? Esa mujer de traje, el pelo liso, las polleras, la seriedad.
Hizo que lo siguiera hasta una habitación pintada con fechas. Todos los días, desde hacía un año, estaban ahí. Y entonces me preguntó:
-¿Llegas a ver?
-Sí -le respondí, me senté en el piso y me eché a llorar.
Sergio me alcanzó un vaso con agua y tras él apareció esa mujer.
-¿Quién es ella? –le pregunté.
-Ella me asiste.
-¿Y por qué no me advirtieron?
-¿Puede un creador interferir en la vida de sus personajes?
-Intentaste hacerlo la noche en la que me diste ese papel.
-Fue todo lo que pude hacer, Valentina.
-No me llamo Valentina.
-En nuestra historia, sí –intervino ella.

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