sábado, 8 de enero de 2011

Ese estado paradojico

Creemos que creemos en eso de que tener todo es como no tener nada. Nos lo enseñaron de chicos y es una de esas ideas que reafirmamos de grandes, aunque no nos hayamos preguntando nunca por qué. Hay cosas que quedan bien, salen como gladiadores al escenario mientras los demás –de más- miran y aplauden. Y está bien, dicen. ¿Para qué querer todo, si al final no hay nada? ¿Para qué todo, si después pesa? ¿Para qué todo si hay otros que no encuentran, ni de paso, el pan de ayer bajo una toalla? Entendemos que suena justo, aunque no hayamos comprendido muy bien eso de la plusvalía. Después y con suerte nos preguntamos qué es todo, con cara de pienso, como hablando de filosofía cursada en el carril izquierdo de la Panamericana. Pero no seamos injustos con la realidad, todo es todo, ¿no?: trabajo, carteras, casas, autos, amor, amigos, viajes, esperanzas, frustraciones, mascotas, libros, pensamientos, música, un don, bastiones, luces encendidas al alcance del horizonte, ratos de paz y hasta entelequias. Eso hacemos: poseemos (y perdón por la cacofonía pero a veces no la puedo evitar), para ser los primeros poseídos. Y no justamente (o no solo) porque tenemos que pagar impuestos y liquidar de la 12 a la 1 las cuotas de la tarjeta. También es que queremos funcionar en consecuencia. ¿Se ve? Es esta idea superpuesta a la idea de que si se piensa una cosa, no se puede pensar la otra, como si acaso el estado paradójico no existiese. Vamos, hay comunidades enteras que viven sin cuestionarse la cuestión del blanco y el negro en connivencia. Pero nosotros queremos tener, y declarémonos culpables de una vez que en este país nadie va preso, doña. No hablo solo de fortuna y confort, de esa casa pega con esa lámpara, esa lámpara ilumina muy bien esa barra y a la barra le suman mucho esas copas y picame un corcho de champagne, que es lo único que podemos hacer –con lógica- para emborracharnos y no preguntarnos más, en silencio, si queremos cogernos o solo acompañarnos durante este rato vacío en el que los deseos nos empujarían hasta un lugar mucho más corrosivo; hablo también de los que queremos tener un título, una actividad principal, una fórmula, en definitiva, alguna construcción. ¡Tener una razón, bendita sea! Poseer la razón como quien tiene el nombre ganador de un certamen dentro de un sobre, lo espía y clamen, clamen, que ya les diré lo que sé, para que ovacionen o mueran. Pero que sea por mí. Y eso no es lo peor. Lo peor es la máscara, el disfraz que bien podemos llamar por su nombre de pila: hola, soy mr. estereotipo. Queremos tener libros, muchos, y haberlos leído, para que los gladieitorwochers lo sepan, queremos tener amigos para el cumpleaños y sábanas rojas para el flaquito de la oficina. Queremos poseer algo, un nombre, querido, ¿sabés quién soy yo? Y está bien, supongo. Si no, ¿qué hacemos? ¿Vivimos en estado de pregunta? ¿Bancamos el margen? No, sentenciamos, gracias a todos y hasta siempre. Mejor, buscamos un hijo para decir como mamá: “Sos la razón de mi vida”.

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