lunes, 28 de marzo de 2011

A esto de no saber

Corrí 5k200 y fui a una estación de servicio a comprar una Gatorade. Mientras pensaba que el de Gatorade es uno de los pocos slogans de rápida comprobación, una chica llamó mi atención por la parodia de sus movimientos. Metió una mano en la heladera y como si necesitara agarrarse de una botellita de Coca para hacerlo -y respondiendo a lo que sería una gran imitación publicitaria- soltó su pelo. Divina, la Coca en sus manos, y con la cresta rubia plata liberada, puso un reojo en mí y su otro reojo por detrás de mí. Y yo giré para ver. Le sonreí. A él. Que también me sonrío. Y yo toda así, traspirada como estaba, le dije, ¿todo bien? Y, sí, estaba todo bien, según me contestó.

Se llamaba Martín, me lo dijo cuando le mentí que me decían Piru, no fuera cosa que me buscara por Facebook y cualquier chance de que se tratara del amor de mi vida acabara en esa cadencia ya memorizada y deserotizante. Así que Piru y Martín cruzaron preguntas y respuestas acerca de esas dos o tres premisas posibles entre la heladera, el mostrador y el vuelto de la Gatorade y Martin insistió en acompañarla hasta su casa. Y Piru, que adora a los hombres que insisten en ser caballeros, dijo que sí.

Bueno, sigo el relato en primera persona porque está claro: Piru soy yo. Caminamos unas ocho o nueve cuadras entre las que me contó que estudiaba física, que corría 15 kilómetros por día, que vivía en un departamento que prácticamente no tenía muebles -“solo tengo la heladera y una mesa bajita, el resto son mantas”, dijo- y que tocaba el contrabajo. Lo escuchaba y sacaba cuentas: física y música, es decir inteligencia y pasión, es decir algo de disciplina y pulso vital. Martín sonaba bien.

- ¿Y vos? –me preguntó

- No sé bien cómo describirme.

- ¿No?

- Tendría que contarte lo que hago, pero no sé si que lo que hago me describe.

- Entonces podés decirme, por ejemplo, cuáles son los lugares en los que pasás más tiempo durante una semana cualquiera.

Le conté que mi casa se llevaba los tres puestos del podio.

- ¿No te aburrís? -me preguntó.

- A veces, pero casi nunca, además cuando voy a otra casa, no sé bien cómo manejarme.

No le conté todo, tampoco quería espantarlo. La verdad era que hacía algunos meses que no salía de mi casa más que para correr y llevar la ropa al lavadero. No se trataba de una depresión, ni siquiera de una voluntad ermitaña. Simplemente respondía a la idea de que afuera no pasa nada distinto y que –como decía Bolaño- viajar hace mal. Y por viajar yo entiendo desde ir hasta el centro de la ciudad hasta meterme en la costumbre de otras casas. Me resultaba altamente riesgoso. Estaba vital pero ausente del circuito. Recibía visitas a las que desde el liderazgo que me otorgaba ser anfitriona podía guiar, veía películas por youporn casi todos los días, trabajaba con responsabilidad y llevaba leídos quince libros más dos inconclusos y el primer tomo de una enciclopedia sobre física cuántica. Eso se lo conté, y me dijo que casualmente su especialización venía por ahí.

- Te propongo algo –me dijo en la puerta de mi casa y yo, poniendo voz aniñada para mostrar entusiasmo, le pregunté de qué se trataba.

- ¿Te bañás y te paso a buscar?

- ¿Huelo mal? –y entre risas, dije que sí.

No le pregunté ni cuánto iba a tardar ni qué tenía ganas de hacer. Cerré la puerta y como si Martín me hubiera convertido en una notificadora judicial, me puse a hacer el detalle de todo lo que había dentro de mi casa, con la intención de despojarme de la costumbre y deconstruir la imagen. ¿Cómo sería mi casa para alguien que la veía por primera vez?

Antes de entrar al baño cambié algunas cosas de lugar: moví un florero, quité los carteles de la heladera y pasé una franela al televisor. Iba a cambiar las sábanas pero no. Solo tendí la cama y, sin juntar los libros de alrededor, elegí la ropa que iba a usar.

Martín llegó cuando terminé de ponerme las zapatillas. Caminamos hasta la estación de tren. Viajamos en el furgón hasta San Fernando y sentí que estaba hablando mucho, algo que suelo hacer cuando no sé qué decir, y que se opone a lo que me pasa cuando las cosas me importan y me quedo muda, hasta que ya no importa.

Se mostraba contemplativo, hablaba concreto y siempre partía de la idea y no desde el ejemplo. Eso me gustaba. La sencillez es atractiva solo cuando puede esconder nuestras más profundas proyecciones. Y él había empezado bien. Entramos en un bar lleno de gente que me provocó algunos minutos de aturdimiento.

- ¿Estás bien? –me preguntó.

- Sí, ya me voy a acostumbrar –le dije- Mirá…

- ¿Qué?

- Mirá, está la chica de la estación de servicio.

- ¿Qué chica? –me preguntó.

- Cuando nos conocimos en la estación de servicio, había una chica que te miraba. Está ahí, ¿la ves? –pero no pareció importarle.

- Si necesitás silencio podemos volver.

- No hace falta, estoy bien.

Tocaba una banda de reggae y la cerveza era baratísima. Me interesé sobre la física cuántica y como el tema lo entusiasmó, aproveché para verlo hablar. Usaba su boca de forma curiosa. Su labio inferior era más grueso que el superior y parecía que podía dominar los lados, mover la parte izquierda, después la derecha, y así bailar, entre oración y pensamiento. Tenía esta especie de tic de llevar la lengua hasta la comisura, y prácticamente no movía sus manos para hablar. Se sentaba cruzado de piernas y apoyaba sobre ellas una mano por encima de la otra. Sus rodillas eran flacas, sus brazos, rígidos, y llevaba un collar del tercer ojo bien ajustado al cuello. Martín creía en los universos paralelos.

- Capaz en otro universo, en lugar de estar acá conmigo, estás con la rubia –le dije, torpe, como diciendo entendí, y algo más.

- Suponete –respondió.

Tomamos cuatro o cinco botellas y para cuando el suelo no amortizaba ya a los pies, decidimos volver. A esa hora no había trenes, así que caminamos hasta una agencia de remis. Subimos a un auto sin música ni luz, cada uno por una puerta distinta y nos encontramos en el centro del asiento de atrás.

- Pero este es mi universo preferido, ahora -dijo y rodeó mi cintura, llevando mi cadera a un movimiento de distancia de la suya.

- En este universo me gustaste -miré su boca y miré sus ojos. Y miré sus labios separándose hasta mí.

Cuando estábamos llegando a mi casa le pregunté cuál sería su situación perfecta. Me dijo que imaginarme todo lo posible. Que iba a dibujar mi cuerpo con el vapor de su recuerdo para volver a buscarme. Bajé del auto, puse mi mano sobre la costura rígida de su pantalón y le di un beso en cada uno de sus cachetes. Cerré la puerta tras de mí y me quedé parada, viéndolo ir.

Entré al silencio de mi casa de siempre, pero esta vez la vi distinta. Lo había conseguido. La televisión estaba encendida, pero me sentía tan feliz, que el registro de lo concreto no me importó. Me recosté sobre el sillón y repasé las cenizas de la noche, alivianándome con el viento que se las iba llevando, que se lo lleva todo, y al que tanto conozco y hace que, para mí, cada día de bienestar sea –también- la perfección de mis posibilidades. Por saber de mis imposibilidades.

Me desperté con el timbre del teléfono. Me apuré en llegar hasta la cocina y atendí.

- ¿Hola?

- Hola –dijo una voz de mujer que me sonó familiar, pero que no terminé de reconocer.

- ¿Hola? Sí, ¿quién es? ¿quién es a esta hora? –insistí. Y cortó.


Quedé unos segundos mirando los carteles pegados en la heladera. “Be punk and you´ll survive”, “Si mirás mucho tiempo el abismo, el abismo te devuelve la mirada”. Y me reí de mí. Volví hasta el living para apagar la televisión, pasé un dedo por la pantalla sucia, y caminé hasta mi cuarto. Me acosté en la cama que estaba sin hacer y cuando el sueño me empujaba decidido hasta su oscuridad, la luz de una idea me dejó sentada sobre la cama. ¿A dónde había salido yo esa noche?

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