jueves, 10 de marzo de 2011

Imagine all

Cuando mejor me siento es cuando me imagino. Caminaba de noche, sola, después de pasar algunas horas dentro de un bar escuchando música y murmullos, emborrachándome, negando, negándolo todo: desde mi nombre hasta mi gusto; sintiéndome un personaje de Bukowski pero no, Bukowski tiraría jarrones sobre mi espalda mientras juego al sexo, por romántica; sintiéndome, mejor, una María de Mairal, una Ana de Tolstoi, sintiéndome Werther, relatándome para sobre existir, inventando quién quiero ser, como hicieron los grandes que primero se olieron y después cagaron sobre su olor para limpiarse y fabricarse; entonces la escena estaba bien, una noche sin luna después de otra noche sin luna, el sonido de mis zapatillas raspando los adoquines, las plantas mal cortadas avasallando la vereda, la nadie más ahí, un cigarrillo arrugado dentro del bolsillo, haber olvidado el encendedor sobre la mesa de aquel bar, una pena estoica, la mirada por la mitad, el gusto a plástico en mi boca, la ausencia total y el alivio de imaginarme fuera de mí, que si estaba sola ahí, pues el mundo era tan enorme que nada importaba, si total, total siempre está al morir, aunque morir sea el único destino y lo demás la novela, tan creativa como el escritor que, si duerme, perece, y si no, si no es invencible: un traidor, un héroe, un perdedor, o, bien o mal, un plagiador que no encuentra otra opción, y entendí esa noche, la segunda noche sin luna de marzo, que podía salir de mis pensamientos ego-lógicos, elevarme hasta el sonido de mis zapatillas y así mi escena volverse engendro de fantasía y contener ese caudal de belleza literaria indispensable para sentirme mejor, cuando imagino que nada es real, que todo es mi ficción.

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